Pedro P. Yermenos Forastieri
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Sumarse al antitrujilismo que se ha puesto de moda, al light, al que no cuestiona en lo absoluto las formas trujillistas que nos vienen gobernando desde hace tiempo, es hacerle el juego a quienes les fascina estimular y sumarse a esos movimientos, y de esa forma parecer como muy demócratas, al mismo tiempo que se consolidan como los nuevos trujillitos que han retrasado hasta la desesperación el surgimiento de un sistema mínimamente democrático en un país tan y tan autoritario, mesiánico y adulador. La lucha dura, la verdadera que hay que librar, esa les asusta, las evitan y la desincentivan, porque saben que de esa, no podrían salir indemnes.
El auténtico antitrujisllismo que precisa la sociedad dominicana es el establecimiento de un sistema democrático que sepulte de manera definitiva las nefastas características de una tiranía que, en varias de sus manifestaciones, parece eternizarse en la vida pública y privada del país. Es esa la lucha que debe ser asumida, no diluirnos en cosas menos trascendentes y en batallas inconducentes, ganadas con antelación, que nos hacen perder la gran guerra.
Al producirse la eliminación física del sátrapa, no se podía suponer que, de forma automática, se extinguieran las características de un régimen que había sembrado profundas raíces en el frágil suelo de una colectividad sin ninguna experiencia democrática y que, en consecuencia, en ese ámbito, estaba todo por hacerse realidad.
Ahí se iniciaba la gran oportunidad de la cual disponía la democracia dominicana, demostrarle al pueblo que sus bonanzas eran muy superiores a las migajas que les dejaba caer un sistema que giraba en torno a la megalomanía de un desquiciado que a sangre y fuego impuso sus dominios sobre un terruño indefenso al que manipulaba como un juguetito de su indiscutible propiedad.
El fracaso estrepitoso en ese objetivo vital, es decir, la absoluta imposibilidad de consolidar una forma de gobierno que pueda exhibir logros que vayan más allá de unas inequitativas elecciones cada cierto tiempo, es lo que ha conducido a sectores importantes del país a echar su mirada hacia el pasado y, aun pareciendo increíble, llegar hasta preferir el escarnio de la ausencia de libertad a cambio de una infundada noción de seguridad que no es más que la consecuencia indigna del terror.
De esa forma, hemos llegado a la situación penosa que hoy nos agobia, en la cual, con tan precarios resultados, esto que nos hemos dado en llamar, de forma hiperbólica, democracia, se ha convertido en una especie de viejo jarrón heredado de la bisabuela, que apenas posee el valor simbólico que le asignan sus románticos sucesores. A esa futilidad hay que adicionarle sustancia, para que se traduzca en un elemento defendible por sus beneficiarios.
Canalizar los ímpetus antitrujillistas por senderos que no sean los de sembrar de democracia el solar de la patria, es una pérdida de tiempo y una gratuita extensión de la vigencia de aquellos que se han esmerado en prolongar, a través de sus inconductas, el oprobio de una Era que lo sigue siendo.
Santo Domingo, R.D., sábado, 20 de noviembre de 2010
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