martes, 8 de febrero de 2011

Leopoldo II

Eduardo Álvarez

A finales del siglo XIX, los ingleses se pasean por África repartiendo túnicas de terciopelo azul y coronas de carnaval, de oro falso, mientras el rey belga, Leopoldo II, se afanaba en firmar centenares de acuerdos inútiles con falsos y verdaderos jefes de tribus del Congo. La superioridad británica era como para no tomarse las cosan muy en serio. Bromeaban de buena forma bajo el lema “Empire of the cheap”, algo así como “el imperio de las baratijas”.

En realidad, Bélgica no calificaba para jugar a la repartición de África, tras la caída del imperio Otomano.  Ocupaba un lugar especial aunque no primordial. Todavía en 1830 formaba parte del Reino de los Países Bajos, reducido grupo de países que duró apenas quince años.

Podría considéresele, entonces, fuera de competencia en la liga mayor formada por naciones como Alemania, Inglaterra, Rusia,  Holanda, Portugal e Italia [estas dos última, en menor medida]. Argelia, Túnez, Egipto y Sudán eran las joyas más preciadas, y no precisamente el Congo.

Para que la pequeña Bélgica se abriera paso entre aquellos gigantes vecinos fue necesario que a un personaje desmesurado y especial como Leopoldo II se le metiera, entre ceja y ceja, la irreflexiva idea de hacerse con una colonia africana. Esta de modo. Fijó la mirada en el Congo, cuyo territorio, irrelevante a la sazón, ocupaba la décima parte del continente.

Leopoldo II, de Bélgica. 

Para entonces, el segundo rey belga ya era conocido en amplios círculos europeos por sus candorosas ideas. No era tomado muy el serio por  estadistas a cargo de la alta política. “Están en ventas las Filipinas”, se atrevió a preguntarle a un reportero español.

En carta a la reina Victoria,  conminó a Inglaterra invadir China, para lo cual ofreció tropas belgas. Igual sugirió a la soberana asaltar al emperador japonés: “En Japón existen riquezas increíbles. El tesoro del Emperador es inmenso y está mal custodiado,” expuso. La reina comentaría  al respecto que la forma de pensar de Leopoldo II parecían más la de un bucanero o jefe mafioso que la de un monarca.

Durante casi diez años debió “negociar”, jugando al  camaleón, zigzagueante entre Inglaterra, Alemania y Francia, para arrebatar a Portugal un dominio ambiguo e impreciso. 

Leopoldo II contrató los servicios de un célebre explorador ingles llamado Henry Morton Stanley, quien consiguió la firma de casi tres mil acuerdos con jefes de tribus congoleñas,  debilitando así  las posesiones lusas. Un diario londinense comentó, no sin cierta elegancia, que el monarca belga había gastado tanto o más en difundir y magnificar sus “conquistas” en el Congo que en las sinuosas diligencias  de Stanley.

Sus estrategas concibieron  una formula, a juicio de ellos, infalible. Procurar la gracia de los Tres Grandes [Alemania, Inglaterra y Francia] era fundamental. El Congo belga sería un Estado libre con derechos soberanos. A decir verdad, era  una locura hablar de soberanía en territorios como estos, sin status político ni fronteras conocidas.

En su esfuerzo por ganar el favor de Inglaterra, Leopoldo acomodó su discurso a la corriente económica preconizada por los liberales británicos. Prometió convertir el Congo en un Estado de Libre Comercio.  Cambia sus ideas conservadoras a favor del monopolio  y la explotación preferencial, sólo para colocarse al lado de los británicos y dejar a los franceses sin argumento en la cuestión africana. Francia favorecía a Portugal.

Henry Morton Stanley.

Sobre la exagerada “filantropía” de Leopoldo, el Time comenta que “sólo puede comparársele con la Cruz Roja”, ofreciendo y dando ayudas de las arcas de un Estado en condiciones más de recibir que de ayudar. “Todo en nombre de sus deseos de grandeza y de conquistas”, observa el diario de Nueva York.

Henry Wesseling, quien nos cuenta esta historia en su obra Divide y vencerás, revela que Leopoldo II tuvo éxito, al fin, diez años después. “Hasta los camaleones tenían motivos para envidiarlo”,  expresa el autor para subrayar, parodiando a Lenin, que la Formula Leopoldo, era un imperialismo sui generis,  con “el nivel máximo de oportunismo”.

Los portugueses no se quedaron de brazos cruzados, por supuesto. Publicaron varios documentos comprometedores, dejando muy mal parados a Bélgica y su rey. A lo que Leopoldo respondió prometiendo obsequiar “a toda la humanidad”  los territorios conquistados. “Ni siquiera un marxista educado por jesuitas hubiera podido con tanto ingenio dialéctico”, comenta Wesseling con justificada ironía.

El plan decantaba el particular interés de Leopoldo por apuntalar su imagen internacional, colocándose en centro del debate mundial, al lado de figuras de la talla de Bismark, Disraeli y Ferry.

Las demenciales acciones de Leopoldo eran consideradas poco más que overkill [exceso de medios]. Ató tantos cabos que los enredó. Torpezas y travesuras que se prolongaron hasta la fecha en que se hacían los arreglos para proclamar la independencia del Congo en 1960. El genera De Gaulle señala que los “derechos de preferencias” como resultado de las locuras de Leopoldo II representaron grandes trabas en la tarea franco-inglesa de fijar fronteras en la naciente republica africana.

Santo Domingo, R.D., martes, 08 de febrero de 2011.

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