EDUARDO ÁLVAREZ
Habilidades de tiranos, disfrazados de polemistas, esas de enfurecer adversarios, privándolos de sustento. Buscan aplastarlos y retorcerlos abandonados a la suerte e infamia de verse sometidos a los más refutables y sórdidos cuestionamientos.
Se frotan las manos, él y los secuaces, cuando acorralan a sus victimas, forzándolas a claudicar o simplemente probar que no son idiotas. Descalificar, intelectual y moralmente a sus contrarios, les da ganancia de causa. Si recursos del erario les sobra, no digamos mercenarios de la pluma. En ello se les va la vida.
Cuando la población grita, desesperada, voz en cuello: ¡no somos entupidos!, el déspota ríe a carcajada. Ha logrado reducirla en grado extremo. Además de privarla de los bienes y servicios básicos, la humilla y somete a su voluntad.
Tiene en los bolsillos, conforme los cálculos de sus estrategas, a un puñado de “entupidos”, entre intelectuales y empresarios, reclamando, aún lo que incluestionable les pertenece.
El fraude marcha a pedir de boca. Demandar que las instituciones funcionen es una forma de reconocer la posibilidad de que no sea así.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si tendremos que levantar campañas de lucha para impedir que el tirano ordene modificar los horarios del alba y la puesta de sol.
La Constitución de la Republica es, fuera de cuestionamiento, la suprema institución de la nación. Discutir su mandato y preponderancia pone en peligro a todas las demás, sin excepción. Desconocerla es, pura y simplemente, un golpe de Estado.
Que todo esto ocurra es una clara señal de la decadencia y el desmoronamiento del sistema, lo cual sólo se combate, si no con la razón, con la fuerza e imposición del respecto al orden institucional. ¿O será que estamos atrapados, todos, en un callejón sin salida?
Santo Domingo, R.D., jueves, 24 de marzo de 2011.
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