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Eduardo García Michel
De Diario Libre
La principal función del Congreso Nacional es servir de contrapeso al Poder Ejecutivo.
Pero, una cosa es lo que dicen los textos, y otra es comprobar si entre los congresistas hay responsabilidad, independencia de criterio, y altura de miras para hacerlo. Si no la hubiere, cualquier texto o pretensión sería letra muerta, y en consecuencia el traje demasiado grande para tan corta envergadura.
Por eso, tal vez sea un sueño pretender que se fortalezcan las instituciones, mientras no haya formación, madurez, ni consciencia entre los hombres y mujeres que las integran. Y eso también tiene que ver con el nivel medio de educación de los pueblos.
Al Congreso le corresponde, en teoría, no sólo exigir una estricta rendición de cuentas, sino y sobre todo, situarse en un plano de preponderancia en la aprobación y modificación de las leyes, así como velar por su correcta aplicación y cumplimiento.
Pocas veces lo ha hecho en profundidad.
Y eso, más que echar la culpa al ejecutivo, habría que reclamárselo a los legisladores, con honrosas excepciones, por ocupar cargos que no están en condiciones de ejercer a plenitud.
Estas reflexiones vienen al caso, en ocasión del conflicto que ha surgido con la aprobación de la ley orgánica del Consejo Nacional de la Magistratura, en evidente desacuerdo con lo que dicen los artículos 102 y 112 de la Constitución, que establecen la necesidad de mayoría de dos tercios para modificar este tipo de leyes, sean o no observadas por el Poder Ejecutivo.
Con esta decisión e interpretación, se otorga al ejecutivo la categoría de legislador privilegiado, con poderes más amplios que los de las propias cámaras, ya que podría imponer la modificación de leyes orgánicas por simple mayoría, mientras que el Congreso no podría hacerlo sino por mayoría calificada.
Lo insólito es que sean miembros del legislativo los que estén proponiendo la mutilación y castración de sus propias competencias, lo que convierte a ese órgano en una representación tragicómica de la soberanía popular.
Así no es como se construye una democracia. En cambio, así es como funciona un mecanismo antiguo y relevante, desestabilizante y odioso, conocido como la ley del embudo: estrecho para ti; ancho para mí.
Nadie podrá vivir en paz y seguridad en este país, si se acepta no sólo que se viole la constitución, sino que el legislativo auto menoscabe su propia majestad, minimice su peso específico y se descarte de hecho como instrumento de contrapeso institucional.
En el fondo, lo que está en juego en el corto plazo es decidir si al Consejo Nacional de la Magistratura, a la Suprema Corte de Justicia, al Tribunal Constitucional, y al Tribunal Electoral, les cabe una misma vara de medida: la de la venda de la imparcialidad. Y definir si su integración debe ser hecha con los recursos humanos más íntegros, independientes, y competentes.
Cualquier cosa que no se adapte a esa vara y a esa integración, sería una alta traición a la confianza depositada por el país en sus representantes.
El día que el embudo prevalezca sobre los intereses de la nación, se habrá perdido el sentimiento y el orgullo de vivir en democracia.
Mucho cuidado con eso.
Santo Domingo, R.D., martes, 22 de marzo de 2011.
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