Luis R. Decamps R.
El profesor Juan Bosch fue quien reiteradamente usó en nuestro país, haciendo una expresa paráfrasis de José Martí, la conocidísima sentencia de que “en política hay cosas que se ven y cosas que no se ven, y a menudo las que no se ven son más importantes que las que se ven”.
Es casi seguro que el ilustre polígrafo de La Vega, al airear con recurrencia esa aguda frase, intentaba, entre otras cosas, llamar la atención tanto a prosélitos como a adversarios en torno a la verdad elemental de que la política, debido a su doble carácter de ciencia y arte, supone no sólo un decidido ejercicio de pensamiento y activismo sino también un inteligente laborantismo de tácticas y estrategias cuyas coordenadas esenciales muchas veces no están al alcance de la simple mirada común.
Juan Bosch.
(No se puede olvidar, por otra parte, que una de las originales acepciones griegas de la palabra “política” -más allá de la etimológica que la entendía como administración, manejo o gobierno de la “polis” o ciudad-Estado-, era la de “habilidad” -a veces extendida hasta “astucia”, “artimaña” o “engaño”-, y que esa fue la concepción que relanzó Nicolás Maquiavelo en el siglo XV -al poner de manifiesto su desvinculación de la moral- y que ha sido en los últimos tiempos tan cara a algunos oficiantes de la misma).
El político, en ese y en otros sentidos, tiene siempre que saber diferenciar entre lo que son los hechos y los artificios (y mucho más en la actividad política moderna, donde el marketing y la inducción de la opinión cotidianamente causan estragos en la conciencia colectiva) de suerte que no termine cayendo en el fenómeno que un gran pensador y revolucionario ruso denominó “subjetivismo”, que no es otra cosa que la pérdida de la “percepción” respecto de la realidad (básicamente entre las brumas de la ilusión o la quimera) y, subsecuentemente, la confusión de ésta con los deseos.
(El “subjetivismo” no puede confundirse con la “alienación”, aunque son conceptos que se relacionan estrechamente entre sí: el primero implica un alejamiento de “lo real” y una consiguiente tendencia al voluntarismo como acción política, y la segunda deviene un acercamiento involuntario a los intereses del adversario y una confusa e inconsciente asunción de su pensamiento y de su conducta social. Dos grandes alemanes –Carlos Marx y Max Weber- examinaron el fenómeno de la “alienación” con particular profundidad, si bien tomando caminos que condujeron a conclusiones diferentes).
Nicolas Maquiavelo.
Naturalmente, en América Latina el principal desencadenante de la confusión de marras es el fanatismo, un tipo de aberración ideológica y conductual que se caracteriza por la aceptación o defensa intransigente de una causa determinada por razones de tipo emocional (tradiciones, maniqueísmo, vínculos familiares, etcétera) o material (beneficios pecuniarios, promesas de mejoría, esperanzas de progreso, etcétera), y que tiene como colofón más evidente la auto-anulación de la capacidad para razonar y la sustitución del análisis por el uso repetitivo de palabras, consignas o enunciados con una gran carga sentimental o política, sin importar en esencia la verdad o la mentira… Desde Goebels se conoce la efectividad del fanatismo “científicamente inducido” como herramienta de promoción del “subjetivismo” y la “alienación”.
Probablemente el mayor daño que las dirigencias políticas les han causado a la civilización y a la cultura en nuestra América ha estribado en la anulación de los proyectos de formación política (revistas, periódicos, programas de radio, escuelas de cuadros, planes de estudios, etcétera) que en una época eran parte indisoluble de la militancia partidarista. Sin dudas, la promoción de la ignorancia no sólo resulta más barata sino que actúa como elemento de contención de rebeliones internas: el fanático casi siempre se siente cómodo como parte del rebaño y ve a su pastor como una divinidad incontestable.
Cuando reflexiona sobre estos tópicos, el autor de estas líneas recuerda inevitablemente una frase lapidaria de Rudi Dutschke, el líder anti-autoritario de las revuelas estudiantiles oeste-alemanas de los años sesenta del siglo XX: “Una política sin la transformación interior de los que participan en ella, es una manipulación de las elites”. En otras palabras, la educación (verdadero y esencial proceso de “transformación interior” para el individuo) es lo único que garantiza liberarse de las complejas amarras impuestas por autoridades manipuladoras o clientelistas.
Por supuesto, como hemos comprobado palmariamente los dominicanos, los efectos de la aberración en referencia terminan siendo catastróficos para la sociedad, que se ve privada del espíritu de pluralidad y criticidad que es históricamente gestor de libertad, progreso y bienestar. Porque no es sólo que las cúpulas políticas pueden dirigir a su antojo cuando las bases carecen de educación y entendimiento sino que intentan aplastar toda disidencia por medios pacíficos o violentos, y disponen de un ejército de fanáticos o de estúpidos que, como corifeos, les aplauden y victorean. La sociedad termina, pues, siendo manejada por las elites dirigentes en la dirección que dicte su voluntad sin grietas.
Lord Emerich Edward Dalberg Acton
Un reconocido político y pensador chino del siglo XX, héroe o villano conforme al prisma con el que se examinen sus ideas y sus actuaciones, puso en boga entre sus prosélitos (en un lúcido ensayo sobre las virtudes y los excesos que son propios del accionar humano en sociedad), un apotegma que debería hoy en día servir de divisa a los que opinan en la actividad política y en los medios de comunicación: “El que no investiga no tiene derecho a la palabra”… Claro, es harto sabido que en el mundo del fanatismo eso es pedir más de la cuenta… En todo caso, empero, a quien mejor le cuadre el tocado, que se quede con el sombrero. (El autor es abogado y profesor universitario).
Santo Domingo, R.D., martes, 22 de marzo de 2011.
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