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Hace tiempo que el escenario político nuestro ha estado predominado por un sistema bipartidista constituido por dos organizaciones que han devenido idénticas en sus prácticas desde el poder, caracterizadas por el clientelismo, la corrupción y la ineptitud para resolver los grandes problemas de la sociedad.
En la generalidad de los casos, esas corporaciones políticas se distribuyen el pastel y en mayor o menor medida alcanzan entre ellas consensos mínimos necesarios para darle vigencia a esa circunstancia de predominio, la cual torna difícil el surgimiento de fuerzas alternativas en posibilidad de fracturar esa dinámica de hegemonía.
Me hago cargo que a esa realidad se adiciona la incapacidad de las opciones minoritarias que proclaman repudiar el actual estado de cosas para estructurar una oferta con potencial de resultar atractivas y seducir a grandes segmentos poblacionales. Su historia es la fragmentación sistemática y el protagonismo inconducente que antepone egos hipertrofiados a la conveniencia nacional.
En ocasiones, los dos grandes partidos se han distribuido el control de los estamentos públicos, lográndose, aun sea de manera formal, guardar la apariencia de un funcionamiento del Estado a partir de la regla fundamental de la democracia, que es la del contrapeso y equilibrio entre poderes.
No han faltado, no obstante, momentos históricos en que uno de ellos ha tenido, de forma especial en el poder ejecutivo y el congresual, un control casi absoluto, convirtiéndose aquello en una farsa democrática donde el jefe del Estado actúa a sus anchas y se hace aprobar todas las barbaridades que se le ocurran.
En la etapa contemporánea, eso ha sucedido para beneficio del partido reformista, del PRD y en la actualidad del partido gobernante. No hace falta recordar la caricatura de congreso que sustentaba a Joaquín Balaguer para que gobernara como amo y señor de una nación que aún después de muerto parece rendirse ante sus métodos autocráticos.
En lo concerniente al PRD, es reciente la historia para olvidarla. Está fresco en la memoria colectiva aquel mapa blanco post electoral que diseñó Peña Gómez apenas días antes de despedirse del mundo de los vivos como un legado póstumo a su partido, quien hizo un pésimo uso de tan importante sucesión.
Ese avasallante predomino permitió a Leonel Fernández llamar la atención sobre el peligro de lo que denominó la dictadura de la mayoría, desliz que le impidió prever que a poco andar esa dictadura lo tendría de cabecilla, como veremos el martes.
Santo Domingo, R.D., viernes, 09 de marzo de 2012.
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