Ignacio Nova
A Basilio Nova, mi hermano.
Profesor Rafael.
Le escribo para decirle que no acepto el ardid con el que lo asaltó la muerte. Ni cómo se camufló para cercarlo. Que reniego los claroscuros del perfil con que Hades lo engañó, con el que lo desea arrastrar a la guarida fría de su Inframundo, enajenarlo en El Erebo, encerrarlo en El Tártaro.
Valen los términos del infierno griego para validar la libertad mediante la cual Shakespeare renunció del aristotelismo y alumbró un universo en el que reinan las libertades; en el que se alimenta esa dramaturgia de sus enamoramientos, en la que abrevó Brecht; Brecht, el comunista arrepentido por el modo como las dictaduras se congraciaron con los dogmas; Brecht el teatrista y político; el hacedor del teatro en el que usted vino a satisfacer su sed insatisfecha de justicia y de renovaciones. Brecht su arquetipo humano, su modelo social y artístico.
Y mire, si es que aún puede ver con los ojos tomados por el infinito, a lo que hemos llegado: a que la tragedia defina nuestras vidas. No sólo las personales, tan ajenas y tan nuestras. Las de nuestro sufrido pueblo, condenado ó¿para siempre?ó a ser un extranjero, un enajenado del teatro y de la cultura; de esta ilusión en la que se sueñan los futuros y se educa sobre la pequeñez de los poderosos; donde se hizo primero ilusión redentora nuestra idea de República.
Recibimos a diario las tragedias, flagelaciones inmerecidas. Usted, las sufrió con gallardía, en el silencioso abrazo de su familia. Jamás pudo Shakespeare expresar tanto sufrimiento. Jamás cayó tanta desgracia sobre personaje alguno de la historia del teatro. Jamás pudo Sófocles mostrar designio tan terrible sobre alguien, una persecución de los dioses tan abnegada y corrompida.
Lo sufrió en la compañía cálida de Delta Soto, esa que no deja de exclamar, persistente, incrédula, aguerrida, con el fusil de la vida al hombro todavía: “¡Mira cómo viene esa guagua!”. Y junto a ella, el éxtasis de logros, el triunfo, los aportes.
Rafael Villalona.
Es que la tragedia entró a arremeter y arremetió, ¡fuerte!; empujó al primer plano las pérdidas de seres suyos, tan queridosÖ No es la guagua la que viene y ocupa el primer plano, sonando el claxon, y sustituyendo el tren con el que el cine vino a la historia en el teatro de Los Lumiére, en 1905. Es su esfuerzo el que empuja. Y queda ahí en la pantalla de la memoria como paradigma, como prístino encanto para lograr, para iluminar los amaneceres. Para democratizar y refundar la cultura.
Es “el detalle”, la esencia germinal del futuro cultural dominicano. Desde su mirada aguda y cierta, usted da formas y soluciones; esboza y ofrece formaciones estéticas y teatrales; construye la metáfora emotiva de una civilización de la que se reniega en cada acto y conducta; cuyas claves espirituales y culturales aún no hemos besado todavía; a la que la mudez sórdida nos impide incorporarnos. Por eso el beso de la cultura está pendiente.
El suyo, no. Usted está en ella; ocupa sus espacios, deja fuera de su ámbito de eternidades las tragedias sufridas y la pequeñez de otros para exhibir su estatura de gigante, la de referente obligado, la que nace de la calidad de sus actos y de sus aportes. Tanto soñar la grandeza, tanto darse, para que por las espaldas lo acuchillaran pretendiendo condenarlo a lo intranscendente y las nimiedades. Querido y apreciado por los adversarios. Soslayado y traicionado por correligionarios. Es un absurdo que usted sufrió sin que le importara, con la mayor de las gallardías.
A veces los hombres se cansan. Usted, sin embargo, nunca. Ni siquiera a pesar del desconcierto. Siempre esperanzado en un tiempo mejor. Siempre al pie de la esperanza, profesor: Así que celebro y canto su optimismo; el que trajo y llevó consigo, mostró y ofrendó, cultivó y exigió. Es como decir la esperanza libera de tragedias y adversidades; gracias a ella, el peor destino no puede construirnos en servidumbre; nos libera de las risas procaces de los carentes del ojo bello capaz de ver, sentir, expresar y cultivar la belleza.
Esa capacidad de mira, sentimiento y expresión fue su bendición. ¡Cuánto ojo bello para ver, reconocer y expresar lo bello en el teatro!
Entré al vapor de sus exequias respirando fragancias de lirios y azucenas. Me evadí de su cuerpo sin vida. Del abrazo de Delta ingresé, íntegro, a las penumbras del teatro y su recuerdo. Penumbras, sí, Maestro Villalona. Las que ni usted ni yo jamás aceptamos. Luces sí, promovemos y claman por refulgir y parpadear, intensas.
Lo recuerdo con precisión cinematográfica. Entre otros muchos recuerdos: el haz de luz cayendo concentrado (venía de un Spot Light) sobre Pericles Mejía. Y él cantaba, allí, en medio del proscenio, con su suéter a rayas horizontales, hecho un híbrido de circo y delincuencia que usted construyó en arquetipo para escapar de las soluciones manidas. Y su frase permanente: “¡No al clisé!”. Fue la inspiración para un artículo al respecto en la “Revista Teatro” que hacíamos con Reynaldo Disla.
Quienes hicieron teatro con usted -y yo que tengo el honor de haber estado allí, en su “La ópera de tres centavos”, y gracias a usted ganar mis primeros cincuenta pesos en la escenañ hubiesen tocado el claxon para ahuyentar la muerte de sus espaldas. Asegurarle, Maestro, junto a quienes lo acompañaron en la aventura mayor del teatro dominicano llamada Nuevo Teatro, la muerte no puede con usted. Y no podrá. Usted se ganó esta gloria ofrendándolo todo, incluyendo su casa, por nuestro teatro. Como usted y como Delta sólo ha hecho Juan Pablo Duarte.
Santo Domingo, R.D., jueves, 09 de agosto de 2012.
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