Fernando Álvarez
Bogaert
Sin que fuera una
invocación, muchos menos una aspiración, nos encerraron en un sistema de vida
en el que lo único importante es el tiempo presente, que se manifiesta en el
predominio de lo instantáneo y simultáneo, en el exagerado consumo, en la falta
de reflexión y en la ausencia de acciones que vayan en la dirección de
construir el futuro. Nos encerraron en la cultura de la urgencia. Sin que nos
diéramos cuenta, absorbieron, de manera silenciosa y continua, nuestras energías y propósitos de
vida creando disímiles y distintos efectos negativos de índole materiales y,
sobre todo, devastadores trastornos emocionales. El tiempo presente se hizo
dios entre nosotros.
Cerramos las puertas y ventanas del porvenir y
anclamos en una inmediatez que lo apabulló todo. Y esas mismas urgencias,
provocadas por el imperio de un modelo económico y social que únicamente
privilegia el ahora, admiten lo que
acontece como algo normal y lógico dentro de la inestable situación económica
en la que se desenvuelve el mundo en que vivimos.
Las urgencias impiden
vislumbrar posibilidades y maneras distintas y disímiles de enfrentar al mundo
y a los ordinarios días. Este estado de
conducencia, asimismo, no se detiene en el individuo, alcanza a diferentes
instituciones administrativas del Estado y del sector privado,
constituyéndose no en una mera moda,
sino en una forma de vida que traspasa la tradición, preservadora legendaria
del futuro.
Para explicitar esta
situación, que ha determinado el presente y, más que nada el rumbo de nuestra
forma de vivir en las últimas dos décadas de manera disruptiva y sin descanso,
el mejor ejemplo los tenemos en las tareas a cumplir como persona inserta en
esta sociedad, moderna, interconectada, estructurada a imagen y semejanza de
las grandes urbes, a sabiendas de las desigualdades extremas que existen dentro
de ella. Los ciudadanos tenemos que cumplir con contratos establecidos:
servicios energía, agua, trasporte, teléfono, cable, alimentación, educación,
salud, etc. Tal parece que se redujera el vivir a una red de acciones bien
ordinarias. Ir tras de llenar esas necesidades, de dar cumplimiento a lo
contraído, conduce, irremediablemente, a ver a la vida de otro modo. De ahí que
una de la consecuencia inmediata, y que alcanza a una buena parte de la
población, es la imponer una modalidad de vida temporal, de excepción, como si
fuera la regla, la norma.
El estado donde
predomina la urgencia, como modo de conducencia de la vida colectiva, no hay
elección verdaderamente libre, aunque el sistema democrático la contenga y
contemple como uno de sus ejes cívicos
fundamentales. Nos consolamos creyendo
lo contrario. No hay elección, satisfacer las urgencias inmediatas lo
impide. Se estrecha el horizonte económico y social, pues se carece de
objetivos y de metas. La cultura de lo instantáneo, la velocidad y la
inmediatez no da tregua, se impone como conducta abarcadora.
Y más grave, los
responsables de la conducencia de la sociedad, entre los que se destacan los
actores políticos, tienen la mayor culpa de este estado de vida, pues en lugar
de detenerse, y de manera serena contemplar el fluir de los acontecimientos
para buscarles soluciones de largo alcance se dedican a apagar fuegos, a poner
remiendo, impulsando con ello un clientelismo y coyunturalismo que se impone de
manera implacable sobre la sociedad. Es una actitud que engaña, sin que fuera
intención explícita, al otro y al sí mismo.
Desde luego, una de la
conclusión que arribamos sin muchos esfuerzos es la siguiente: dado que el
estado de urgencia conduce, precisamente a llenar las urgencias, el espacio
para la reflexión, indispensable para el diseño y aplicabilidad de cualquier
proyecto de futuro, se restringe, se vuelve exiguo, y se genera un proceso que
puede desembocar en crisis mayores que la misma que significa el estado de
urgencia permanente, esto es , lo que se admite como fórmula salvadora se
convierte en instrumento del desastre. De
modo, pues, el imperio de la urgencia
más tarde que temprano se devora a sí misma, no hay otra salida, pues
trata de un estado anormal.
Otra de las grandes
consecuencias que genera el imperio de la urgencia, en el que vivimos, es que
no hay tiempo para lo personal profundo, nada se disfruta, porque la urgencia
es para cubrir urgencias.
El estado de emergencia,
otra consecuencia, no produce equilibro en las relaciones múltiples de las
sociedades modernas por lo que se dificulta, grandemente, establecer las
prioridades futuras porque, y esto es substancia genuina e íntima de la naturaleza de esta cultura, no acepta
prioridades, y no acepta prioridades porque la existencia de éstas presupone
reflexión, planificación y proyección, y nada de esto tiene cabido en lo
urgente. Lo urgente responde a una sola cosa: a la necesidad de satisfacer lo
inmediato. (El autor es economista).
Santo Domingo, R.D., martes, 07 de agosto de 2012.
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