Margarita Cordero

Dicen los deslenguados que el mandatario calla porque teme hablar. Porque en el collage cristalizado de su discurso no hay reservada una explicación para el espasmo cotidiano del escándalo, para esta sensación de que todo se desmorona sobre nuestras cabezas y nos corroe de manera insidiosa. Quizá tengan razón los que así piensan y dicen, y Leonel Fernández no hable porque teme. Teme el ridículo de intentar tapar con un dedo el quemante sol de la corrupción oficial. Teme ver su propia desnudez política y ética reflejada en el espejo implacable de un poder cruzado transversalmente por el narcotráfico. Teme no ser más un encantador de serpientes, un flautista de Hamelín, un planeador por encima del bien y del mal, un hipermoderno dirigiendo las miserias cavernarias de un gobierno escatológico.
Y quizá tengan razón los deslenguados, y todas las que citan compongan la razón única y fehaciente de un silencio que, más que enaltecer, degrada la función dirigente de Fernández, porque lo hace sordo al reclamo de la ciudadanía de que explique, aunque sin las agobiantes florituras de sus discursos sobre la crisis mundial, por qué Mateo Rosado dijo el 5 de diciembre que conocía los nombres de los dueños de 935 kilos de cocaína ocupados en el puerto multimodal de Caucedo y que los revelaría en pocas horas, y después guardó un silencio –similar al de Fernández— más que cómplice, criminal, porque esa droga era de Arturo del Tiempo, como lo demuestra el registro aduanero de su dirección de destino. Reclamo de que explique por qué los aspavientos “investigativos” sobre José David Figueroa Agosto y su organización delictiva no han tocado a funcionarios vinculados pública y estrechamente a imputados en el expediente; y de que diga por qué a estas alturas lo único que han podido, o más bien decidido, presentar los “investigadores” sobre esta fabulosamente organizada y protegida red son unos vídeos XXX; es decir, sexo explícito, que no dicen nada de nada sobre los vínculos de Figueroa Agosto con los sectores de poder que ampararon sus actividades y que, apuesto peso a morisqueta, lo protegen al punto de convertir en chiste los afiches pegados por doquier por las “autoridades” incitando a la delación.
Ese temor, insisten los deslenguados, paraliza la lengua de madera del antaño locuaz presidente Fernández y le impide explicar por qué el único sobreviviente de la matanza de Paya ahora no aparece; explicar por qué no destituye al ministro de Salud, cuya familia, casi entera, dirige una “reaseguradora” que le cobra mensualmente 50 pesos a los miles de empleados del sector, sin que jamás uno solo de los “asegurados” haya recibido beneficio alguno; explicar por qué son los infelices que ganan dos cheles los que, por ser brutos genéticos, contaminan la leche del desayuno escolar que vende Ladom; explicar por qué mantuvo durante más de un año el rango de general a alguien a quien los Estados Unidos retiraron el visado por causas que, según la ley norteamericana, lo vinculan al “tráfico de sustancias controladas”; explicar cómo es posible que desde el aeropuerto del Higüero salga un avión con un número indeterminado de pasajeros y se “descubra” después, cuando ya no hay remedio, que ofreció datos falsos y desvió su trayectoria hacia ese Sur, donde sientan reales las grandes factorías de la cocaína, y que no pase absolutamente nada.
Razón también de su imperturbable mudez sería el temor que le atribuyen los deslenguados a dar respuesta a la interrogante de si fue puro y justificado deslumbramiento, u otra cosa menos de recibo, el que le produjo Arturo del Tiempo para que a poco de fotografiarse con él y su hijo, astilla del mismo palo, en el Palacio, frente a una pintura de Juan Pablo Duarte, diera gozoso el primer picazo de esa torre ultramoderna que ahora ha devenido en gigante lavadora de dinero sucio, y se desbordara en elogios de una inversión que demostraba la confianza del capital en su extraordinario gobierno. Culpas del tiempo son y no de España…
Pero mientras los deslenguados conjeturan sobre las mil y una razones de esta inopinada mudez de alguien que ha hecho de la palabra inapelable un modus operandi, yo me permito el lujo clasemediero de sentir nostalgia del arbitrario mosaico discursivo de alguien a quien debo reprochar, sin embargo, además de su silencio, que ponga todos sus huevos en la nunca segura canasta del olvido.
Santo Domingo, R.D., martes, 23 de marzo de 2010
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