sábado, 24 de abril de 2010

"¡Corran, muchachos, corran...!"




Luis R. Decamps R.


Era un día del mes de febrero del año de 1973, y los estudiantes del Liceo Unión Panamericana, obedeciendo al llamado de los grupos políticos que allí operaban, nos movilizábamos bulliciosamente lanzando consignas de variadas connotaciones, pero muy especialmente contra el gobierno del presidente Balaguer y el “imperialismo yanqui”.

La manifestación se había acunado en el rumor, aún sin confirmar, que daba cuenta de que en el país se había producido un desembargo guerrillero alegadamente encabezado por el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, héroe popular de la guerra de abril de 1965.

(Aunque en la ciudad de Santo Domingo ya se respiraba un aire cargado de presagios y una sensación de pavor se adivinaba en los rostros de muchos adultos, todavía las escuelas y los liceos no habían recibido la orden terminante -dada algunas horas después por las autoridades educativas dominicanas- de cerrar sus puertas “hasta nuevo aviso”).

La idea, naturalmente, era expresar nuestra solidaridad con el aún no confirmado movimiento guerrillero y, en consecuencia, manifestar nuestro repudio al gobierno de turno, y lo hacíamos recorriendo frenéticamente, unas veces dando palmadas y otras levantando el brazo izquierdo con el puño cerrado, el patio y los pasillos de la planta física que albergaba al mencionado centro escolar…

-“¡Joaquín Balaguer… asesino en el poder!”- vociferaban algunos.
-“¡Se siente, se siente… Caamaño está presente!”- gritaban otros
-“¡Muerte al yanqui agresor… muerte al yanqui invasor!”- exclamaban los más radicales.

…Apenas llevábamos unos minutos en aquel febril laborantismo juvenil cuando una muchacha, notoriamente alarmada y con el susto resbalándole de los labios, lanzó de súbito a la muchedumbre un grito de alerta y precaución: “¡Llegaron los ´caco negro´ y están rodeando el liceo!”.

Los “caco negro” eran los efectivos del Destacamento Duarte de la Policía Nacional, singular contingente de las fuerzas del orden cuya especialidad consistía en el combate de los motines, las protestas y las manifestaciones públicas de los adversarios del régimen imperante.

Los “caco negro” eran -en general- policías de complexión hercúlea y de habilidades físicas inusuales que, además, podían ser fácilmente identificados por la mirada torva, la robusta macana que pendía de sus correas a tiro de mano, el bombín de color oscuro que tocaba sus cabezas y, desde luego, el impecable uniforme gris que se les pegaba al cuerpo como una segunda piel… Eran unos tipos que provocaban desasosiego con sólo mirarlos.

El asunto es que ese día los “caco negro” habían llegado una vez más a nuestro liceo a aplacar los ánimos de los estudiantes “revoltosos”. Y lo hicieron como era su costumbre: sin mediar palabras, cercaron las instalaciones del centro de estudios y, tras posesionarse de la puerta frontal, iniciaron un implacable bombardeo con gases lacrimógenos.

Los estudiantes políticos, también a tono con la costumbre, subimos a la segunda planta y, previamente aprovisionados con la ayuda siempre diligente de algunas de las muchachas, nos dispusimos a encararnos con los “caco negro” lanzándoles piedras. Así comenzó otra de las tradicionales “batallas” entre uniformados y educandos que sólo terminaban tras la mediación de los profesores que considerábamos “progresistas”.

Por supuesto, el problema de poner fin a la “batalla” era el de que a la postre la policía nunca cumplía lo pactado: siempre el acuerdo consistía en que los estudiantes cesaríamos en las protestas y las pedreas a cambio de que los uniformados retiraran el cerco y permitiesen que todos los escolares, sin excepción, salieran del liceo y se marcharan a sus hogares.

Pero, valga la insistencia, la policía nunca cumplía con su parte del acuerdo, pues tan pronto sobrevenía la calma y la puerta del recinto escolar se abría, se situaban en dos columnas y, unas veces por intuición y otras por informes previos de “chivatos”, apresaban selectivamente a los dirigentes de la protesta, y en ocasiones hasta a muchachos que nada sabían de ellas, pero que les resultaban “sospechosos”.

Ese día ocurrió, pues, lo mismo. Más de una docena de estudiantes fueron detenidos y, tras obligarlos a entrar a una guagua “celular”, terminaron con sus humanidades apretujadas en un saloncito del palacio de la Policía Nacional. Aquí permanecieron varias horas, mientras eran interrogados y “depurados” por los casi siempre huraños miembros del Servicio Secreto, invariablemente disfrazados en su “ropa de civil” y con los ojos parapetados tras unos espejuelos oscuros que parecían montados sobre sus narices.

Al final de la jornada, siendo aproximadamente las 6 de la tarde, sólo quedaban tres jóvenes detenidos, pues los restantes habían sido despachados a sus hogares sin mayores consecuencias. La voz gutural de un oficial de piel negra y complexión elefantina anunció el destino de los tres muchachos: “Ustedes se quedan presos, porque les vamos a ´dar llave´ por comunistas”. Obviamente, el anuncio constituía una noticia aterradora para los jóvenes: eso significaba, ni más ni menos, que podían durar meses presos en cualquier ergástula pública, dado que era habitual en la época mantener bajo prisión a políticos opositores sin instrumentarles expedientes ni someterlos a la justicia.

Aproximadamente 30 minutos después del anuncio citado, se apersonó frente a los detenidos otro oficial de la policía. Se trataba ahora de un mulato jovial, de estatura baja, rechoncho y con rostro de cura barrial, que llegó sonando sobre su mano izquierda una fusta color café. “Cabo”, dijo, dirigiéndose al vigía de la puerta del saloncito, “espóseme a estos tunantes, que se van conmigo para la ´chirola´”. Y a seguidas agregó, en tono burlón y con la cara vuelta hacia los jóvenes: “Muchachos, prepárense, porque van a gozar de lo lindo en La Victoria”.

La sola mención de la Penitenciaría Nacional de La Victoria provocó incontrolables temblores en las piernas a los jóvenes, que se miraron entre sí, devorados por un miedo sin nombre e íntimamente golpeados por una ráfaga aleve de consternación y desamparo. Era obvio que les iba a ir muy mal. A La Victoria sólo mandaban a los prisioneros que el régimen deseaba mantener durante mucho tiempo en la cárcel. “Nos jodimos”, susurró uno de los estudiantes a los otros dos.

Al rato, siguiendo la orden correspondiente de un agente que fungió de cabeza de grupo con la destreza y el aire deportivo de un guía turístico, salieron en fila del pequeño salón, formando una especie de minúscula y juvenil caravana de desahuciados en cuya retaguardia, fusta en mano, se destacaba la figura regordeta del oficial de tez amulatada. Recorrieron un lóbrego pasillo, descendieron por una sinuosa escalera de hierro y, sin sospecharlo, de repente se encontraron en el patio del recinto policial… Aquí abordaron un “cepillo”, que fue encendido y echado a andar por el chofer tan pronto el oficial lo indicó. “A La Victoria, sargento”, le ordenó.

Ya las sombras habían comenzado a tomar la ciudad, y la noche, vista desde aquel pequeño automóvil de lenta y rugiente marcha, parecía avanzar, calle por calle, con paso torpe y doliente. Mientras el oficial bromeaba con el sargento que conducía, los tres muchachos -imberbes “revolucionarios” que por primera vez se encontraban en semejante trance- habían enmudecido, absolutamente persuadidos de que un siniestro destino les aguardaba.

El vehículo se desplazaba perezosamente por la avenida Máximo Gómez y, al llegar a las inmediaciones de la hoy avenida 27 de febrero, cuando probablemente cada uno de los estudiantes presos empezaba ya a hacer planes sobre la forma de sobrellevar decorosa o lastimeramente el presidio, el oficial súbitamente le ordenó a su subalterno detenerse. “¿Qué pasa, mi teniente?”, inquirió sorprendido el conductor. “Nada”, contestó el oficial, “que estos tunantes se quedan aquí”.

Al escuchar semejante respuesta, los jóvenes fueron una vez más presas del terror. “Diablos, nos van a matar”, musitó uno, acobardado. “Ley de fuga”, dijo otro sobresaltado pero en voz baja y con el pánico gateando sobre cada palabra. “¡Ay mi madre!”, gimió el tercero, tal vez más metido en miedo aún que sus compañeros de infortunio.

“¡Bájense, que están libres!”, gritó el oficial, al tiempo que abría la puerta y levantaba el asiento delantero derecho del “cepillo”. Y, después de retirarles las esposas, agregó con registros guturales perrunos: “Corran, muchachos, corran... ¿Ustedes creen que yo tengo toda la noche para esta maldita vaina?”.

Y los jóvenes corrieron, corrieron, corrieron desesperadamente y con el alma en la mano a lo largo de la acera este de la avenida Máximo Gómez mientras a sus espaldas se escuchaban las sonoras carcajadas del oficial, y únicamente se detuvieron cuando llegaron, jadeantes, a la avenida San Martín… Entonces miraron hacia atrás, y sólo vieron cómo la noche se tragaba impasiblemente las siluetas de los árboles y la luna a duras penas daba un brillo pálido a la calzada espléndida entre las sombras. “¡Estamos vivos”, gritó uno de los estudiantes con alegría, “no nos dispararon! ¡Qué suerte tenemos!”

Uno de esos muchachos (el más novato y, por ello mismo, sin dudas el más devorado en las entrañas por el miedo) era el autor de estas líneas, y los nombres de los otros dos no se ofrecen porque años después, todavía en la flor de la juventud, ambos murieron “manu militari” defendiendo las ideas que profesaban, y sería un acto de irrespeto a su memoria mencionarlos ahora que se evoca aquella noche de vergonzoso acobardamiento y pánico cerval… (El autor es abogado y profesor universitario)

Santo Domingo, R.D., 24 de abril de 2010

lrdecampsr@hotmail.com

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