José Miguel Soto Jiménez
¿Qué es más noble? ¿Soportar el alma, los duros tiros de la adversa suerte? o ¿armarse contra un mar de desventuras, hacerles frente y acabar con ellas? Escoger, elegir, apoyar, legitimar, decidir, he ahí el problema, el pensar que este acto sirve para el cambio o para dejar de muchas formas las cosas como están.
Votar o no votar. Votar acaso.
Porque siempre hemos sufragado para eso, en todos los casos y en las mismas ocasiones, para garantizar que las cosas sigan como están, gane quien gane. Votar por votar. Votar entre comillas.
Ganar o perder. Perder aunque se gane. Todo para hacernos ver que no tenemos otra opción. Que estamos cogidos y “jodidos”. Que no hay de otra. Que cualquier cosa nueva es peor de lo que está, porque supuestamente es lo mejor de lo que ha sido.
Cosas de la misma cuestión: partes irreconciliables del mismo asunto gravemente fuñido, que al fin al cabo, ni ganan ni pierden, sino que continúan, hasta que nos demos cuenta de la mascarada o se nos agote la paciencia.
Oponerse, desaprobar, castigar, dar la anuencia uno con este gesto simple y ciudadano de que las cosas están bien, de que tenemos vocación de oveja, que tenemos el cuero duro, que nos encantan los derrumbes y nos fascina que nos “cojan de pendejos”.
Votar, devaluar la esperanza, desafinar el instrumento, justo cuando se sabe que la partitura está compuesta para que toques la misma música, por los mismos músicos con los mismos “jodidos” instrumentos.
Votar para culminar el sortilegio. Armar la trampa. Santificar el truco, entregar el poder a quien lo tiene para que sigan el asunto hasta que don Cristóbal baje el dedo en el día menos pensado o para que los que se fueron vuelvan, que es otra forma más potable de seguir entre palmadas para continuar “arretando” y garantizar la cuestión interminable como si “una culebra sabanera se tragara su cola”.
Votar siempre, por quien le dé a uno la gana, porque no es bueno, ni conveniente, ni saludable ni auspicioso, desechar el recurso, desacreditarlo.
Hay que votar, no nos vaya a coger con otra cosa y perdamos la buena costumbre de este ejercicio ciudadano y democrático.
Además, estas elecciones se prestan para ensayar el “recurso del método” y entonces votar como paradoja, no por los que vayan a ganar ni por los menos malos, sino por los más serios, por los que tengan más méritos, esos que sus vecinos conocen por sus atributos y su vocación de servicio, no por sus partidos ni sus enclavaduras.
Votar por los que no tengan posibilidades reales de entrar en la “garata con puño”, porque no cuentan con el excremento del diablo o porque son gente seria aunque en algunos casos mal acompañados.
Hay que votar, no cabe duda. Aprovechar la oportunidad para reflexionar sobre este acto simple cargado de posibilidades.
Tomarle el peso exacto a la boleta. Olerla. Pasarle la mano. Contemplar el voto a la manera de arma indispensable e ineludible y afilarla.
Sacarle filo como al machete de la redención, para usarlo en el doce, no para que las cosas sigan como han estado, sino para abrirle el camino a una cosa nueva que justifique nuestras esperanzas como pueblo.
Porque no es cierto que “más vale un malo conocido que otro por conocer”. “Probando es como se guisa”. “El buen juicio viene de la experiencia y la experiencia del mal juicio”. “Lo menos malo cuando se corrompe se convierte en lo peor”. Es mal negocio hacer de tripas corazón, porque los corazones de tripas no son buenos.
Tenemos que decirle de aquí en adelante a los de siempre que ya no somos tan tontos, que nuestra pobreza vale más de lo pautado.
“Te conozco bacalao aunque vengas disfrazao”. Tenemos que votar una vez más sólo para darnos cuenta que es imprescindible e impostergable: ¡Hay que volver a Capotillo!
Santo Domingo, R.D., jueves, 13 de mayo de 2010
http://www.listin.com.do/puntos-de-vista/2010/5/12/141772/Las-elecciones-y-el-monologo-aquel
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