viernes, 8 de octubre de 2010

La “Ceremonia de la bata blanca”




Luis R. Decamps R.

La Universidad Iberoamericana (UNIBE) llevó a afecto en la noche de este miércoles 6 de los corrientes un singular evento, sencillo pero sin prescindir de la solemnidad de rigor, denominado “Ceremonia de la bata blanca”.

Se trata de una actividad (que se realiza desde hace tres años) en la que esa universidad obsequia a los estudiantes del décimo período académico de Medicina una bata blanca (con el nombre, la carrera y el logotipo de la institución bordados) y les hace tomar y rubricar el famoso Juramento Hipocrático.

La ceremonia (evidente emulación de una parecida que se hace en universidades de otros países) es una especie de despedida simbólica y reconocimiento admonitorio que la academia, frente a sus padres, les hace a los estudiantes de la mencionada disciplina profesional que han finalizado su cronograma de asistencia a las aulas e inician sus prácticas facultativas en los diferentes establecimientos hospitalarios del país.

El autor de estas líneas estuvo en el acto en alusión junto con su esposa (en razón de que nuestra hija Laíz, de 19 años de edad, fue una de los aspirantes a discípulos de Galeno que recibían la citada distinción promisoria esa noche), y la verdad es que quedó gratamente impresionado con sus características, incidencias y proyecciones.

Al margen de los matices cándidamente faroleros que los jóvenes a veces tienden a imprimirles a este tipo de eventos, la verdad es que el de referencia fue una verdadera fiesta espiritual de la familia: los semblantes ufanos de progenitores e hijos rutilaban por doquier en un salón amplio, bien iluminado y acogedor, acaso reprimiendo la algarabía que se desbordaba en sus almas al sentir cómo sus más caros sueños empezaban a cristalizarse concluyentemente en aquella memorable velada.

El ambiente era edificante y paradigmático aunque no totalmente formal (y más aún porque esporádicamente resultaba “amenizado” por los aplausos de los presentes y en ocasiones tenía como fondo una hechizante música instrumental): se derramaron abundantemente las loas al esfuerzo, la dedicación y la perseverancia, y se hizo honor (rara ocurrencia en nuestro tiempo, aún en los centros de estudios superiores, donde ahora todo se reduce a la promoción de la “competitividad” y el “éxito empresarial”) al conocimiento, los méritos académicos y el compromiso con las apuestas por una mejor y más sana sociedad.

Confieso que aquella noche me sentí legitimado en tanto ciudadano y en tanto padre.

Como simple dominicano, al escuchar al doctor Marcos Núñez, Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de UNIBE, promover ante los jóvenes estudiantes concepciones, valores conductuales y patrones de inserción social que creía absolutamente preteridos por la cultura “light” hoy predominante, me olvidé por unas horas de los graves padecimientos materiales y espirituales que acogotan actualmente a la República Dominicana, y me reafirmé en la idea de que la nación no tiene perdido su porvenir porque afortunadamente aún contamos con verdaderos preceptores de las nuevas generaciones.

Como cabeza de grupo doméstico, al percatarme de las inocultables manifestaciones de casi vanidosa fruición que exhibíamos todos los adultos que acompañábamos a nuestros hijos en aquella noche de esplendor académico y satisfacción personal (manifestaciones que eran ruidosas vibraciones cuando procedían de mi esposa María Cristina, sentada a mi lado), me olvidé por un tiempo de las incontables y desgarrantes degradaciones que hoy sufre el llamado “núcleo primario” de la sociedad, y me reafirmé en la idea de que no hay nada más importante en la vida que la familia.

Más aún: esa noche me olvidé totalmente de los conatos de enfado que esporádicamente padezco ante el carácter obstinado y levantisco de Laíz (excelente como estudiante, inigualable como hija, pero demasiado apegada a la “soberanía de la individualidad” para mis concepciones y preferencias de progenitor vigilante que a veces no acaba de entender que ella alcanzó ya la mayoría de edad), y no sólo degusté las mieles del orgullo paternal por el triunfo de una de las amadas criaturas de mi existencia sino que al mismo tiempo disfruté de la ceremonia como si yo fuera uno de los estudiantes reconocidos.

Aquella fue, ciertamente, una jornada hermosa, embriagadora y gratificante.

La verdad es que, más allá de su brevedad y de su simplicidad, la de “la bata blanca” es una ceremonia sugestiva y aleccionadora tanto para “muchachos” como para “papás”, y sé que hablo por muchos de estos últimos si afirmo, con absoluta convicción, que es una actividad que revitaliza los sueños y las esperanzas en esta dramática hora de subversión moral, culto a la frivolidad y ataques despiadados contra la integridad que vive la República Dominicana. (El autor es abogado y profesor universitario)

Santo Domingo, R.D., viernes, 08 de octubre de 2010


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