sábado, 22 de enero de 2011

Benyi



Un cuento de Jorge Herrera

Minutos más, minutos menos, a las cuarenta y siete horas de enviudar llegó Antonio con sus cinco huérfanos al vecindario: Alessandro, Aníbal, Ricardo y Orlando, hijos del alma con la finada, y el recuerdo de Benyi. A Benyi lo adoptó la familia, desde que el más pequeño lo llevó en la barra de su bicicleta, y le rogó a su madre que lo dejara en la casa, que él se iba a portar bien. Fue Ermira quien lo bautizó con ese nombre, marcando en su frente la señal de la Cruz.

Antonio tenía viva la escena en su memoria. Igualita a como la observó. La ternura y la unción con que Ermira celebró el ritual fueron para que no se olvidara jamás. No obstante, Antonio pensó en el compromiso que se le imponía a Benyi. A partir de ese momento tenía que pensar, así fuera por equivocación, y tuviera que vivir igual.

 Benyi asumió su responsabilidad, aunque extrañaba su otra vida; corta pero cierta. Se dedicó a ser la alegría de la casa, con un trato especial a su “madrina”. Se convirtió en su sombra. Y ella, al igual que su madre biológica, valoraba y disfrutaba su terneza y su leal compañía.

En una oportunidad que al caer la tarde, Antonio regresó de viaje, Ermira, ya enferma, se adelantó a sus hijos para recibirlo con la misma sonrisa que lo despidió en la mañana. Pero, cuando los niños al conteo mudo de tres le gritaron al padre: --¡Qué bueno que llegas papá!, Antonio notó enseguida que la presencia y la voz de Benyi faltaban en el coro, y que eso le restó entusiasmo a la  bienvenida. Su expresión monosílaba repetida, por lo menos dos veces, además de inconfundible, era siempre alegre.

--¿Dónde está Benyi? Preguntó preocupado Antonio, relojeando con especial interés todos los espacios que alcanzaba su visión, como si presintiera algo. Recordó en ese instante que cuando se fue,  notó que Benyi estaba algo triste. El estado anímico con que llegó, eufórico por el reencuentro, se fue esfumando poco a poco; mientras las miradas  de Ermira y Orlando, y las de Ricardo y Aníbal, y las de Ermira y Alessandro, y las de Aníbal y Orlando, y las de Orlando y Alessandro, se entrecruzaban cabizbajas y tristes con la de Antonio, estupefacta y deprimida.

--¡Benyiii! Llamó Orlando, y se quedó atento. Un rato después, dijo con tono lastimero:

-- Pero, ¿A dónde se ha ido Mamá? Él estaba allí con su amigo Juanchy retozando entre las paredes de la esquina; y a veces, con los ojos grandes y enrojecidos, las golpeaba duro con la cabeza; pero era jugando mamá, jugando; luego se estericaba, y haciendo bombitas con la boca se hacía el muerto. Mira cómo Mamá, mira cómo.

Y Orlando empezó a contorcerse y a imitar los brincos que le provocaban las convulsiones a Benyi, hasta que cansado de hacer piruetas, le dijo a la madre:

 -- Yo me reí muchísimo, mamá. Ella le iba a decir algo a su chiquito, pero prefirió callar. Orlando, sorprendido por la nostalgia, ante la desaparición de Benyi y el silencio repentino de Ermira, le preguntó:

--¿Adónde se habrá ido Benyi mamá, adónde…? Y el llanto que casi lo ahogaba, se hizo desconsuelo.

Su clamor caló en el hondón del alma de los demás, y como disparados al mismo tiempo por un sentimiento de solidaridad colectiva, cada uno se dirigió a puntos diferentes de la casa a buscar a Benyi… Y nada.

Al cabo de unos minutos, todos acudieron al toque de nudillos en la puerta principal, con la misma pregunta en sus mentes, ¿quién será?  

--¿Quién toca? Preguntó Aníbal, con voz gutural autoritariamente grave.

-- Es doña Dora, la vecina de la esquina, la mamá de Vitico, el amiguito de Orlando.

Contestó la señora con acento sofocado. Y, esperanzado en tener noticias de Benyi, el propio Orlando abrió la puerta, y con dos lagrimones en los ojos la interrogó de inmediato:

--¿Dónde está mi Benyi señora? ¿Usted lo sabe? Esta mañana desapareció, y todavía no sabemos  nada; y usted misma me dijo que él sería otro hermano para mí, sólo que más pequeño. ¡Dígame dónde está! Le exigió Orlando, como si estuviera seguro de que ella sabía su paradero.

-- Espera amorcito, no te pongas así; yo estoy aquí precisamente para explicarte.

--Le dijo comprensiva y cariñosa doña Dora a un Orlando desesperado, y ahora intrigado con la visita inusitada de la mamá de su amigo.

-- Mira, continuó la vecina, Benyi está en mi casa, y está dormido profundamente. Parece que le hizo falta la camita donde dormía. Cosa  de  costumbre, mi  hijo, cosa de costumbre, le dijo.

  -- Pero,  ¿Cuándo viene, doña Dora, cuándo viene? Le preguntó Orlando, con voz desesperada aunque  afable.

Y Ermira, complacida, y con una sonrisa de ángel, le susurró al oído: -- Tranquilo hijito, te aseguro que Benyi vendrá muy pronto.

La tranquilidad también llegó a la existencia regresiva de Ermira, quien, muy enferma, sufría discretamente el drama familiar que había provocado la ausencia de Benyi y la ansiedad lastimera de su pequeño.

-- Al menos ya se sabe adónde está. ¡Gracias Señor por devolvernos el sosiego! Susurró, la mujer de Antonio, sintiendo que su cuerpo se relajaba de manera agradable y rápida. Como si hubiera sido masajeado con un bálsamo divino.

La felicidad parecía imposible en su casa; la salud de Ermira empeoraba día tras día. Hacía unos tres meses que de lo único que se hablaba en el barrio era de la muerte inminente de la mujer de Antonio. Orlando estaba tan acongojado por el martirio de su mamá que, apenas se acordaba de Benyi; y cuando lo recordaba, pensaba que con su presencia su mamá se sentiría mejor. No pudo evitar el sollozo.

El día que el médico le recomendó a Antonio que se llevara a Ermira a esperar la muerte en la tranquilidad de su hogar, él aceptó resignado; ya no había nada que hacer: Los estertores de la agonía, cada vez con mayor fuerza, anunciaban la llegada de la infausta despedida.

 Mientras la familia, familiares y vecinos condolidos  reunidos en la sala, rezando por el eterno descanso de Ermira,  inesperadamente, acaso con el deseo ferviente de que hasta en la eternidad  se enteraran de su amor y  lealtad a la madrina, debajo del féretro, en tono muy quedo, como acostumbraba para no despertarla, se oyó el aullido postrero…

Santo Domingo, R.D., sábado, 22 de enero de 2011.

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