lunes, 1 de agosto de 2011

En la sala de espera


YASIR MATEO CANDELIER
yasirmateo@hotmail.com


Hay infinidad de personas conmigo, en la sala de espera. Hablan varios idiomas, escuchan diferentes ritmos, pero al final todos son iguales. Todos convergen en diferentes patrones que se repiten una y otra vez. Hay mujeres y hombres de todas las edades, ancianos, niños... Sin embargo, yo hablo con muy poca gente en la sala de espera. 

Un día, varias personas con las que conversaba a menudo en la sala de espera dejaron de estar. Aún les extraño bastante. Pero no pasó mucho tiempo para darme cuenta de que cualquier día de estos yo mismo iba a dejar de permanecer sentado en la sala de espera, donde invitan a uno a pasar a través de una puerta de la que nadie ha regresado jamás. No llaman a la gente por orden de llegada ni te dan un número. Algunos desesperan en la sala de espera, pero nadie quiere que lo inviten a pasar adelante. 

Cada quien hace lo que quiere en la sala de espera. El pasatiempo preferido de los que estamos aquí es adoptar una máscara, un personaje. Uno vocifera con toga y birrete. Se cree abogado. El otro ordena, firma documentos, tiene empleados. Ese se cree jefe. Una mujer con cara adusta espera la llegada de un señor. Ella ha adoptado el rol de esposa; y la amante decidió un día que se iba a entretener siendo amante en la sala de espera; un señor amaneció con la idea de que iba a alquilar vehículos, compró un montón de ellos y abrió un rent-a-car; la dependienta se ubicó detrás de un mostrador, el cantante se puso una guitarra a cuestas... 

Divertida la sala de espera. Abigarrada. Parece un mercado. Todo se compra y se vende en la sala de espera, menos el turno porque no hay. Y si esa voz te dice que vas a entrar por la puerta misteriosa dentro de cinco minutos, no hay excusa que valga ni importa cómo estés vestido; tampoco tiene interés si eres bueno o malo. Rico o pobre, gordo o flaco, feo o buen mozo, te vas porque te vas. Y nada trasciende en la sala de espera. Todo lo deshace el tiempo, y todo cae en la misma profundidad. 

Un señor con un libro en la mano hace retumbar las paredes de la sala de espera con terribles amenazas. Nos advierte de los castigos que hay detrás de la puerta para aquellos que no obedecen los designios de alguien que él mismo no conoce. La tortura más “suave” que nos menciona es que nuestra alma arderá en fuego eterno por los siglos de los siglos. En ese momento se me antojó un cuarto de pollo asado. Luego, el amenazante personaje nos pasa por delante una canasta forrada de terciopelo rojo para que dejemos nuestras monedas, pero yo ya había decidido levantarme de mi asiento en la sala de espera para ir al “Pollazo manilo”, el negocio de un loco que en la sala de espera se la cogió con vender carne a la parrilla, tostones y guineitos. Comer es uno de los intensos placeres que hay en la sala de espera y del que uno disfruta al máximo, siempre y cuando se haga con moderación. 

A todos nos gusta la sala de espera. Por lo menos yo la disfruto mucho. Me río en cantidad con todos sus sicofantas, pero por sobre todas las cosas, con los que se toman la sala de espera en serio y se les olvida que tarde o temprano los van a invitar a pasar por esa puerta. Esa de la que nadie nunca ha regresado jamás.


Santo Domingo, R.D., lunes, 01 de agosto de 2011.

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