Chiqui Vicioso
Dajabón, es una ciudad de anchas avenidas. La entrada aun conserva el arco triunfal que caracteriza todas las provincias del sur. No era asi, explica el padre Regino, antes era apenas un villorrio sucio y abandonado por todos los gobiernos, que con el mercado binacional ha ido prosperando, como ha ido prosperando el lado vecino que los dominicanos llaman Juana Méndez.
Dajabón cuenta ya con varios hoteles, con un centro cultural con un excelente auditorio, y con un bellísimo parque donde todavía a nadie se le ha ocurrido robarse la glorieta.
Fuimos a Dajabón al evento FRONTERA DE LUCES, organizado por jóvenes dominicanos de la diáspora, empeñados en fomentar la fraternidad entre dominicanos y haitianos. Fue emocionante verlos, dos centenares, con sus mochilas, llegados de todas partes de Estados Unidos y hasta de México.
Habían leído, como yo, sobre la Masacre del 37 y decidido que querían contribuir a borrar la mala imagen que ha persistido sobre los dominicanos como culpables de una acción cuya responsabilidad solo atañe a la dictadura. De hecho, en las actividades realizadas recibimos testimonio tras testimonio de dajabonenses que protegieron a riesgo de sus vidas a mujeres y niños haitianos.
Frontera de Luz se inicio con una misa cocelebrada por seis padres jesuitas, donde el momento mas sublime fue el saludo de la paz, con una anciana en el centro, portando un símbolo de la paz y a los lados una mujer haitiana y una dominicana agarradas de las manos. Fue muy hermoso este gesto, porque siempre son las mujeres y los niños quienes pagan los platos rotos del guerrerismo machista.
A la salida hubo un tumulto, con la distribución de las velas y flores blancas. Con esas velas encendidas, y un puño de florecitas marchamos hacia el Río Masacre, liderados por los sacerdotes. Allí comenzó uno de los actos más hermosos y alucinantes de mi vida cuando la multitud entonó la Canción de la Alegria. Un sacerdote leyó la primera parte del poema de Julia, como evangelio, y entonces entonamos YO QUIERO UN PUEBLO, aquella canción donde Danny Rivera nos deseaba que riéramos y cantáramos; un pastor Episcopal leyó la segunda parte del poema de Julia, vino un himno de la iglesia y luego yo leí mi poema, Haití. En ese momento tiramos las flores blancas al río y los haitianos que estaban con barquitos iluminados del otro lado del río, se metieron al agua y los pusieron a navegar.
Un poema de Edwidge Danticat en creole concluyo la actividad y entonces se soltaron los globos blancos, redondas palomas, al infinito y se colocaron las velas en la varanda divisoria. Lloramos todos por una culpa que nunca fue nuestra.
Santo Domingo, R.D., lunes, 15 de octubre de 2012.
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