Por José Fernández Pequeño
El tren de Contramaestre se fue con el impulso de siempre. Tan distinto al de Santiago, que jamás entraba a su hora y se oía enfurruñado, a lo mejor por tener que cargar gente hasta encima del techo. Y del habanero ni se diga, ese era el peor de todos; sonaba como si se creyera importante. Después que el silbato dejó de oírse más allá de los elevados, me quedé tranquilito en la cama, pensando en lo que dirían los trenes si pudieran hablar.
Al salir para la escuela, tuve que dar una vuelta porque habían cerrado la calle Figueredo y una pila de gente se empujaba tratando de ver qué estaban haciendo los policías en el portal de la esquina, donde habían encontrado a El Mudo con un punzonazo en el corazón. «Más muerto que un muerto», informaba Yoyi a quienes llegaban nuevos. Y opinaba: «Él se lo buscó por fresco y rescabuchador».
Como el profe Jacinto faltó ese día, quedó una hora libre después del receso. Pepín y Alexis querían a jura Dios que bajara con ellos para ver a las muchachas de décimo haciendo Educación Física; pero no, me fui a la biblioteca. La historia con final sorprendente que nos había pedido la profe de Español me salió de un golpe, igualito que si alguien me la hubiera puesto ya escrita en la cabeza. Fui de lo más contento para el aula de Educación Laboral y allí estaba la directora, esperándonos para informar que el profe Jacinto no daría más clases de Historia. Lo habían expulsado por hablar en el aula de no me acuerdo qué libro escrito por un traidor a la patria.
Algunos días llegan como el tren de Santiago, atravesados. Que mataran a El Mudo, pase; dormía en la calle y se masturbaba delante de las mujeres. Pero el profe Jacinto era un tipo diferente. A la salida, Pepín dijo que iba a extrañar los cuentos sobre personajes de la historia que hacía el profe Jacinto. «Él se lo buscó», respondió Manzanillo, «hay cosas que no se pueden decir», y lanzó un bostezo grande. De todas formas, ya tenía escrita mi historia y eso era lo importante, pensaba yo.
Esa tarde, en punto a las cinco, puse rumbo al Parquecito de las Madres y encontré a El Poeta en su banco, cogiéndole la sombra a la estatua. Mientras él leía mi escrito, no dejé de mirarlo fijo a la cara, queriendo adivinar qué le parecía la conversación del muchacho con su mejor amigo, que en la última línea se descubría era un tren. Al terminar no exclamó «¡Qué final tan sorprendente!» Leyó todo de nuevo y por fin dijo «Yo tú, no la entregaría; la gente se asusta con las cosas que le parecen raras». Y se viró como si buscara el apoyo de la estatua para lamentarse «Mírame a mí, que ni trabajo tengo por reconocer que soy espiritista».
Al regreso encontré un revuelo terrible en la cuadra. Resulta que una noche de esas, jugando dominó frente al tostadero, Salomón-la-luna comentó que si El Mudo volvía a propasarse con su nieta, le iba a dar una puñalada. Pues la policía se lo había llevado preso. Nunca supimos quién dio el pitazo. Ese fue un misterio tan grande como la manera en que Salomón-la-luna hubiera podido acertarle un punzonazo en el corazón a El Mudo siendo un viejo que ni podía despachar el arroz en la bodega por el temblor de las manos. Eso opinó tío Eusebio, y papito contestó «Hay que tener cuidado hasta con lo que uno dice delante del espejo».
Llevaba un rato despierto cuando el tren de Contramaestre se fue esa madrugada. Oyendo la alegría y el embullo del silbato que se perdía más allá de los elevados, me convencí de que a él también le parecía extraño ese tanto miedo a decir las cosas. Al final, nadie hablaba menos que El Mudo y era el único que estaba muerto. pequeno21@gmail.com
Ilustración: Descomposition, indian clear (2014), de Citlally Miranda. Collage. Fotografía sobre papel, 20” x 26”.
Santo Domingo, R.D., lunes, 07 de julio de 2014
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