Miguel Guerrero
La curiosidad ha despertado en la gente de la calle y entre algunos osados comentarista de la radio y la televisión una discusión acerca de las cualidades que resaltan una loable labor presidencial. Específicamente, el parlamento gira en torno a lo que distingue a un buen político de un hombre de Estado. Si apelamos a la Real Academia de la Lengua que define al estadista como una persona “versada en los negocios concernientes a la dirección de los Estados, o instruida en materias de política”, no habría diferencia alguna entre uno y otro.
Pero en una acepción bien dominicana del término, estadista es alguien que en el ejercicio de una alta función pública antepone los intereses nacionales o colectivos, en el caso de un presidente los de la nación, a los suyos propios o los de su partido o negocios, si los tuviera.
Partiendo de esa apreciación no parece adecuado ni justo atribuirle al actual presidente la condición de estadista. Es un gran político, tal vez el más ducho, de entre todos los que practican ese oficio, sin duda el más rentable hoy en día en este país.
Pero un jefe de Estado que compromete la salud presupuestaria con propósitos partidistas, que crea nominillas a favor de logias parasitarias con recursos que no le pertenecen y sobre los que tiene la obligación constitucional de velar por su buen uso, no es, a mi entender, la clase de estadista merecedora del reconocimiento que en su oportunidad se le tributaba a hombres de la estirpe de un De Gaulle, un Churchill, un Ben Gurion , un Roosevelt, o de este lado del mundo en desarrollo a un Betancourt, un Lagos, una Bachelet o un Arias. Leonel Fernandez.
Un presidente que, como el nuestro, permite la distracción del país en aprestos a favor de una reelección que él mismo ha dicho que traería tensiones innecesarias y que contraría su convicción sobre el particular, será un genio político pero no el estadista que supone su entorno. (Miguel Guerrero es escritor y periodista)
mguerrero@mgpr.com.do
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