A rajatabla //
Orión Mejía
Dicen que de común uno sueña con algo o con alguien que se tiene pendiente aunque sea en el subconsciente, razón por la cual la gente cree que soñar con muertos es signo de mal presagio, porque lo soñado se asocia con la tristeza de, una vez despierto, saber que se recuerda un ser querido, si así fuera el caso.
En los últimos días, he soñado con familiares difuntos muy queridos, como mi hermano Cando, mi abuela Candita, mi bisabuela Macaria, de quien escribo una novela que nunca termino, pero también con amigos ya fallecidos como los colegas Víctor Méndez, quien murió electrocutado y Carlos Luciano, quien se tiró al mar, después de un primer intento de suicidio al arrojarse de un sexto piso.
Con estos dos últimos amigos, el sueño, en el que figuraron en escenas separadas, parecía un encuentro real, tan real, que le increpé al primero su presencia diciéndole “Víctor, tú estás muerto, por tanto no puedes hablar conmigo, que estoy vivo”.
Victor presagió su muerte o se preparó para ese momento, pues en sus archivos guardó la nota de despedida de este mundo, agradeció a quienes lo guiaron en su prolífera carrera profesional y hasta presentó excusas a quienes en vida pudo ofender.
Debo decir que fui su más íntimo confidente en la redacción de El Nacional y que estaba al tanto de la mayoría de sus proyectos y problemas, pero nunca imaginé que había escrito para que se leyera después de muerto, aunque estoy convencido de que él me usó de nuevo en ese sueño para mandar un mensaje muy importante que lo revelaré al final de esta columna.
De Carlos Luciano fui también un gran amigo, atraído porque era un hombre bueno, limpio de alma y con un corazón tan noble y sensible que no pudo soportar las traiciones de allegados suyos a los que sirvió con amor. Sin temor a equivocarme, puedo decir que Luciano ha sido uno de los periodistas más honrados, abnegados, pulcros e inteligentes que he conocido.
El encuentro con Carlos, en mi sueño, sin embargo, fue difuso, no entendí o no recuerdo lo que me dijo, pero lo noté atormentado, igual o peor que aquella tarde cuando se despidió de nosotros, después de pedir por teléfono un servicio de taxi que lo trasladó hasta el Malecón, frente al Colegio de Periodistas donde se lanzó al mar con un bloque de cemento en las manos.
Víctor Méndez se había convertido al cristianismo, con una personalidad contradictoria, pues era excéntrico y bromista, resabioso y tierno, pero en todo momento un amigo excepcional. Por eso, la noticia de su muerte, ofrecida por Luis Adames, me estremeció de pies a cabeza.
Ahora les digo que mi amigo Méndez, aún después de fallecido, volvió a usarme como mensajero, esta vez, al advertirle su condición de difunto me dijo: “Yo lo sé, Orión; sólo te pido que les digas que cuidan a mis hijos”. El mensaje fue dado a su viuda a través del colega Adames.
Santo Domingo, R.D., domingo, 10 de octubre de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario