Yvelisse Prats-Ramírez de Pérez
Lo afirmó el padre Avelino Fernández, el “cura del diablo” como lo apodaron cuando su santidad batalladora retaba por la televisión a las malas conciencias. Freddy Beras Goico le enseñó que “los pobres de esta isla tienen rostro”.
Esa frase del padre Avelino define el altruismo de Freddy, la profundidad del Nuevo Evangelio que se proclama desde Medellín y Puebla: para ver a Cristo no hay que mirar al cielo, sino a los rostros sufrientes que nos rodean.
Eso hizo Freddy Beras Goico entre risas, rabietas y lágrimas, en público y en privado. En programas de televisión, en sus fundaciones, sobre todo en la solidaridad sin estridencias de su mano derecha que daba sin que lo supiera su izquierda.
Para él, los pobres tenían rostro, crispado de hambres, de desencantos, de preguntas no contestadas. No se conformó con declamatorias retóricas hechas desde lejos, como con cierto asco, sobre la pobreza: Freddy se acercó a los pobres con caras, con cuerpos, con nombres, con necesidades concretas, y les ofreció no solo ayudas materiales, sino la alegría, esa que parece reservada a los que pueden comprarla en este país de infinitas desigualdades.
No se esforzó demasiado para hacer lo que hacía, para fundar y echar hacia adelante las Fundaciones Corazones Unidos y El Gordo de la Semana, para recibir de tú a tú a la señora del Sur Profundo que iba a pedirle una beca para el hijo inteligente, o a la familia que en pleno acudía a solicitar una válvula para el corazón cansado del abuelo. Freddy era rico, aunque en su hogar paterno no hubo nunca fortuna: su riqueza era el enorme caudal de generosidad, de alterocentrismo y sociabilidad que Dios depositó en su corazón antes de venir al mundo cuando era, como dice el salmista, “un nombre escrito en la palma de la mano del Padre”.
Freddy Beras Goico.
Como tenía ese tesoro, y disfrutaba con ser como era, supo que Dios no quería que lo derramara solo sobre su familia adorada, sino que lo compartiera, como Jesús sus milagros.
Así lo hizo, repartiendo panes y peces propios, y los ajenos, que solicitaba con ética exigencia, que se elevaba con enojo cuando no recibía pronta y buena respuesta. Su ímpetu barría los obstáculos, los denunciaba y desafiaba con el mismo coraje con el que se sumó en 1965 a la guerra de abril, en defensa de la patria.
Para Freddy, la patria también tenía rostro, el de su gente, humanizando el culto al himno y a la bandera como lo hace Cepal, en el claro y desafiante concepto de “cohesión social”.
No puede sentirse mucho amor por la patria cuando se sufren los rigores de la marginación y la exclusión; no se puede reducir a unos compases o a unos colores flotantes la pertenencia y la identidad.
Por eso Freddy Beras reclamaba a los gobiernos de turno políticas públicas de acento cristiano y social, que abrieran oportunidades a los pobres, salud, educación, empleo decente y vivienda digna.
Solo así, él lo supo y yo también lo creo, esos pobres escucharán el himno como canción de cuna de una madre amorosa, y los niños pobres se emocionarán de verdad al enhestar la bandera en la escuelita pública con el ánimo en alto y las barriguitas llenas.
Freddy pedía, en nombre de la paz, la democracia y la convivencia, que en las esquinas de nuestros barrios cada vez más violentos, hubiese una cancha para reemplazar una banca de apuestas o un minimarket de droga; que el horror debajo del puente Juan Bosch se transformara en un mundo habitable con casitas pulcras, en las que el arroz con habichuelas se comiera sin odio y sin miedo.
Porque conocía el rostro de los pobres, Freddy se lo mostraba tercamente a los que se aíslan en las villas magníficas que nos reveló Nuria. Lo hacía como una bofetada, también con la esperanza que nunca perdió de que las cosas cambiaran, si las conciencias despertaban.
Mario, mis hijos y yo le quisimos muchísimo, nos dolió su muerte como a aquel pobre transeúnte cotidiano que lo expresó con lágrimas: nos deja huérfanos de bondad y de alegría, cuando más lo necesitábamos, en medio del cólera que llegó, y de la inseguridad y la inequidad que se quedaron pese a tantas promesas.
Pero como dijo Cecilia García, Freddy no puede irse, no dejaremos que se vaya.
Él, para quien los pobres tenían rostro, nos seguirá enseñando desde el cielo a amarlos, a servirles y a respetarlos.
Entre severidades, ternuras y carcajadas.
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