viernes, 18 de marzo de 2011

Hegemonía



Pedro P. Yermenos Forastieri

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Hace mucho tiempo que el proyecto político que encabeza el presidente Leonel Fernández tiene un propósito de largo alcance. Se trata de un esfuerzo científico y sistemático por enraizarse en el poder no sólo por un largo período, sino por hacerlo de la forma más hegemónica que resulte posible. Para alcanzarlo, no se han escatimado recursos ni artimañas. Todo lo que ha sido necesario llevar a cabo para concretizarlo, se ha hecho sin reparar en el costo implicado ni mucho menos las barreras que haya sido imprescindible derribar. Eso políticamente se entiende, pero no puede hacerse sin incluir, al mismo tiempo, el daño profundo que eso le asesta a un sistema democrático de por sí precario. Todo iba como un barco con viento a favor. No obstante, las cosas parecen empezar a variar y el reconocido encanto de un presidente que al hablar seducía, convencía y sumaba, ha dado muestras de un declive que, a un político de sus condiciones, no puede pasarle inadvertido. Su conexión con su pueblo, al parecer, ha sufrido una interrupción de la cual, de no tomarse las medidas correctivas, podría hacerlo precipitar por una pendiente de la que a los políticos les resulta muy difícil remontar.

Las huellas dejadas en el camino por el proyecto político hegemónico que se intenta implementar desde el poder ejecutivo, con el presidente de la república a la cabeza, resultan ostensibles. Desde el punto de vista de las características terribles que suele tener la lucha por el poder, eso puede resultar relativamente normal. Tal cosa, sin embargo, no puede llevarse a cabo sin estropear las esencias de un sistema democrático que, si es auténtico, siempre supondrá el equilibrio entre distintos intereses, la diversidad y un sólido sistema de contrapeso que contribuyan a mantener el fiel de la balanza en su justo lugar.

Ese sentido de la equidad, de la prudencia, del término medio, en la actualidad está desquiciado en este país. Como suele suceder, lejos de ese aplastante dominio estar colocado al servicio de las mayorías, ha propiciado, también como lo habitual, una borrachera de poder que ha puesto a una democracia tan precaria como la nuestra a padecer de los trastornos de la resaca natural que generan los excesos.

Las pasadas elecciones congresuales y municipales marcaron un notable punto de inflexión en la instauración de esos dominios apabullantes de un único sector político de la nación. En ese sentido, todos fuimos testigos del frenético involucramiento que tuvo en el proceso el primer mandatario del país, para quien era evidente que los resultados de esos comicios revestían trascendental importancia.

No era para menos, ya que con una constitución que reafirma de forma exagerada la prevalencia del presidente de la república, más los altos órganos del Estado que debían ser estructurados, no era para nada desdeñable tener el control político de un congreso que iba a tener un rol protagónico en todo eso.

Todo salió “a pedir de boca” y en el senado se obtuvo una victoria que bordea la unanimidad, y en la cámara de diputados se logró una apreciable matrícula. Obviamente, con unas mayorías de esa naturaleza, se aniquilaba la posibilidad de disfrutar de un congreso en ejercicio de su rol de contrapeso y fiscalizador del poder ejecutivo que, de pronto, pasó a ser su jefe indiscutible.

La concretización de todo eso no tardó en ponerse de manifiesto y, pese a burdos intentos por guardar las apariencias, tanto en la integración de la junta central electoral como de la cámara de cuentas, el congreso actuó como lo que es, un órgano subordinado a las directrices trazadas desde el palacio nacional.

Santo Domingo, R.D., viernes, 18 de marzo de 2011.

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