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ADRIÁN JAVIER
Fue la Iglesia Católica la que clasificó los pecados en las primeras enseñanzas del cristianismo. La idea primera fue la de educar a sus simpatizantes sobre los preceptos morales de su doctrina, para luego categorizarlos, según su trayectoria vital y desenlace particular.
Si recordamos que “el pecado” ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrario a la ley eterna”, debemos subrayar el hecho de que los creyentes católicos lo han dividido en dos categorías específicas: el pecado venial y el pecado mortal.
El llamado pecado venial, corresponde a las faltas menores, y según la doctrina de “la iglesia de Pedro”, puede ser perdonado a través del Sacramento, que es, como se sabe, “un signo sensible instituido por Cristo, que comunica la gracia”.
El nombrado pecado mortal, adjetiva las faltas graves que destruyen la vida, y van en desmedro de su esencial gracia espiritual.
Estos, “crean” la amenaza de la condena eterna y sólo son absueltos mediante el sacramento de la penitencia, o son perdonados después de una perfecta “contrición” de parte del penitente.
Mas, en su acepción clásica; ya veniales o mortales, todos los pecados del hombre desde su primera aparición sobre La Tierra, han sido numerados y denominados.
“Siete”, es el número de su clasificación. “capitales”, la denominación común.
Así, “Los siete pecados capitales son: la Lujuria, la Gula, la Avaricia, la Pereza, la Ira, la Envidia y la Soberbia”, pero “en la vida real-real”, hay un octavo pecado capital; recurrente, inconfesado, mal disimulado y cotidianamente cometido.
Me refiero, queridos amigos, al terrible pecado de la Indiferencia.
Santo Domingo, R.D., jueves, 21 de abril de 2011.
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