sábado, 2 de abril de 2011

Un gigante, el recuerdo como justicia


A DECIR COSAS//
ANIBAL DE CASTRO
De Diario Libre.

Treinta y ocho años, treinta y ocho calendarios, siete presidentes. Sin embargo, el asesinato impune de Gregorio -Goyito-- García Castro es una espina clavada aún en la conciencia de quienes nos negamos a olvidar a un gran periodista y una persona de una calidad humana inconmensurable. La resistencia a abandonar en el tiempo ese instante angustioso de nuestra historia reciente va más allá del deber que nace de la amistad y la solidaridad con un colega: es un compromiso con el país y la lucha por un Estado de derechos.

Tanto o más que de una muerte alevosa, hay que hablar de un sacrificio por la libertad de expresión, la madre nutricia de todas las libertades. Colocada en el contexto adecuado, esa ejecución al amparo cobarde de la oscuridad un 28 de marzo y a escasos metros de dos periódicos importantes del país, Ultima Hora, donde servía García Castro como jefe de redacción, y el Listín Diario, constituye un hito trascendente no sólo en la historia del periodismo dominicano, sino en el proceso demasiado largo de transición hacia la democracia y que este mayo cumplirá medio siglo.

De manera consciente, Goyito escogió un periodismo riesgoso. Cuando muchas voces callaban, la suya sonaba vigorosa, molestosa para la intolerancia vigente, apasionada y decididamente a favor de quienes sufrían los embates de la represión y luchaban por la apertura política. Sus análisis descubrían una realidad que sin esa columna incisiva que rompía a diario silencios y desinformaciones, hubiese pasado inadvertida. Recomponía y descomponía los acontecimientos en tarea fecunda de imaginación, animado por un olfato periodístico innato acrecentado en sus años de ejercicio dentro y fuera del país. Veía la noticia donde otros apenas atisbaban hechos sin mayores consecuencias, ataba cabos sueltos, hilvanaba datos que su memoria prodigiosa guardaba como archivo imborrable que todos podíamos consultar. Su conocimiento de la élite y de las principales figuras políticas de la época rayaba en lo enciclopédico. Pese a su periodismo mordaz, crudo, a menudo hiriente, mantenía relaciones estrechas con importantes funcionarios y militares, con algunos de los cuales había compartido exilio y las vivencias del último período del trujillato cuando fue diputado en el Congreso Nacional durante la etapa de "liberalización" del régimen. Incluso, Joaquín Balaguer era su amigo.

Su formación era la de un autodidacta, fruto de un esfuerzo personal que pese a las múltiples ocupaciones en que se embarcaba para saldar los requerimientos familiares y personales, continuaba. No era un intelectual ni exhibía una gran educación formal, pero respetaba y estimulaba el esfuerzo académico de los demás.

Cesar Medina. 


Goyito había pregonado su muerte en la redacción de Ultima Hora y en los círculos de sus muchos amigos. A veces lo decía con una convicción absoluta, como si se tratara de una revelación divina a la que sólo faltaba la fecha exacta. A veces lo decía en un tono que sonaba a broma, antes de lanzar un requiebro impetuoso a la encantadora recepcionista, Esperancita, en cuya anatomía exuberante su vista se posaba sin reparos a la menor oportunidad. En su yo profundo, empero, albergaba la certeza de que no moriría en la cama, y que esa columna entrometida, que desnudaba la doblez política y se colaba por vericuetos inexplorados por un periodismo que no había roto del todo sus amarras trujillistas, sería la causa. Aún así, bajo amenazas que resultaron ciertas y pese a las advertencias de amigos entrañables en el sentido de que pisaba terreno movedizo, no cejaba. Incluso, analizaba con osadía las diferencias en la cúpula militar que alimentaba Balaguer como parte de su estrategia de poder. Hasta ese 28 de marzo de 1973 en que lo perdimos y aprendimos a valorar su entereza.

Augusto Obando. 


Periodista a carta cabal, inquisidor, curioso, de una capacidad deductiva impresionante, García Castro había encontrado un hogar propicio en el vespertino Ultima Hora donde, junto a su director Virgilio Alcántara y un grupo de periodistas entre los cuales era yo el más novato, buscábamos un nuevo espacio entre los medios de comunicación y ensayábamos un periodismo diferente.

Augusto Obando y Miguel Franjul, del Listín Diario y a escondidas de su director, nos daban la mano. Las plazas centrales eran ocupadas por Guarionex Rosa, Juan Bolívar Díaz, Julio César Rivera Espaillat y Diógenes Céspedes, y posteriormente se nos unió César Medina, debutante en la profesión a quien Goyito tutelaba con afecto y contribuyó a convertir rápidamente en periodista ducho, el mejor de la crónica policíaca en ese entonces. En esa disposición para compartir sus destrezas y experiencia, de tratarnos a todos como compañeros, radicaba una de sus mayores virtudes.

Ubi Rivas. 


Los afanes de mercadeo y ventas recaían sobre el fraterno Ubi Rivas, santiaguero como Goyito y su camarada y alumno, bromista ameno y con vocación en ciernes de articulista que luego ha cultivado con una prosa erudita y elegante. Nuestro jefe de redacción, maestro, amigo, era un libro abierto, y no le molestaba en absoluto que otros lo leyeran.

Trabajador incansable, a la redacción llegaba primero y se iba de último. Como yo ocupaba más tiempo en tareas de edición en la sala de redacción que el resto de los compañeros, pude observar de cerca cómo armaba con maestría y rapidez las crónicas con los datos suministrados por teléfono por corresponsales y periodistas, urgidos todos por la prisa de cerrar a tiempo un vespertino casi meridiano. Su ingenio brotaba a raudales cuan-do, una vez el director decidía la noticia principal, titulaba. No olvidaré uno de esos encabezados brillantes, a propósito de las andanzas represivas de un sargento apodado Tizón que las había tomado con los periodistas, cosa común en esos años: "Tizón arde de rabia contra los periodistas".

Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó. 

La guerrilla de Caamaño de febrero del 1973 fue un punto de inflexión en la carrera de Goyito. Pusieron a prueba su capacidad de análisis y, como a muchos otros, no le pasaba por la mente que se tratara de una aventura visto lo reducido del contingente y lo inapropiado del terreno escogido para emular la hazaña de Fidel Castro. Cada día, Goyito traía a la sala de redacción datos nuevos, conjeturas, rumores militares, y barajaba una y mil hipótesis. El levantamiento armado se prestó a una de las historias periodísticas de mayor repercusión y que catapultó a Última Hora al primer plano con una tirada récord. Juan Bolívar Díaz logró entrevistar a Toribio Peña Jáquez, bautizado como el guerrillero sin montañas porque se extravió en el desembarco y se refugió en Santo Domingo.

La valentía de Juan Bolívar, el más veterano del grupo y con quien me unen lazos fraternos desde el inicio mismo de mi carrera, me impresionó. El director Alcántara, mi mentor y otro amigo de toda la vida como todos los del equipo de ese Ultima Hora, sopesó cuidadosamente los riesgos y recabó ayuda legal antes de dar la luz verde. Sólo nosotros tres estábamos al tanto de los detalles, de las circunstancias de la entrevista, de las medidas de seguridad y quién sirvió de intermediario. Pero es una historia que pertenece a su protagonista, Juan Bolívar Díaz Santana.

Al jefe de redacción se le mantuvo al margen para no abultar más sus penurias con los estamentos de poder, y librarlo de las presiones que sin duda le vendrían de sus amigos funcionarios para redimirlo del secreto profesional. Con el periódico en la rotativa, el consenso generalizado fue que nos escondiéramos el fin de semana hasta ver qué pasaba. Con decenas de miles de ejemplares en la calle, a Goyito lo vieron caminar por el Parque Independencia sin temor a las consecuencias de esa audacia periodística. Luego comentaría sin un dejo de amargura que aunque nada sabía de la célebre entrevista, estaba seguro de que se la atribuirían. Días después era asesinado.

Detrás de un rostro y actitud severos, Goyito ocultaba un gran sentido del humor y un carácter gregario. A menudo nos invitaba a comer -siempre pagaba-a su rincón favorito: un restaurante que había en la escuela masónica de Ciudad Nueva. Allí nos regalaba comidas opíparas, precedidas, acompañadas y seguidas por su bebida favorita, el whisky White Label, que con gracia pronunciaba tal como se escribe. Debatíamos la política, nos divertíamos con los chistes irreverentes del gran Ubi, compartíamos versiones, criticábamos a los demás medios, y al calor del espíritu escocés alejábamos las aprensiones que ensombrecían al amigo y colega.

La generosidad proverbial de García Castro no se limitaba a nosotros, sus compañeros de redacción y contertulios en esas tenidas memorables. Era el paño de lágrimas de esas mujeres valerosas cuyos maridos militaban en la izquierda revolucionaria y habían perdido la vida, sufrían cárcel o exilio. Intercedía por ellas frente a sus amigos en el poder, las ayudaba económicamente o les daba informaciones esperanzadoras. Cuando algunas también marcharon al exilio, se ocupó de que lo hicieran con decoro, respetados su honor y convicciones. Amigos en la izquierda, amigos en la derecha. Ese era García Castro, en la búsqueda constante de la verdad como único equilibrio.

Igual solidaridad manifestaba con todos sus familiares. En fin, que nadie buscó en sus bolsillos que no los encontrara abiertos, aunque en más de una oportunidad estaban vacíos por culpa de su generosidad y un gasto cónsono con su vida personal desorganizada.

A ese gigante, padre amoroso que hasta en la elección de los nombres de sus descendientes, Taína y Dominicana, celebraba su apego patrio, le robaron la vida esa noche de marzo, --inolvidable, punzante, dolorosa-- cuando con una estratagema lo sacaron de sus labores en la redacción de Ultima Hora para silenciarlo.

Treinta y ocho años. Treinta y ocho calendarios. Siete presidentes. ¡Prohibido sea el olvido! Porque con el recuerdo imperecedero, a falta de condena de los culpables materiales e intelectuales, también se hace justicia.

Santo Domingo, R.D., sabado, 02 de abril de 2011.

No hay comentarios:

Translate