Eliades Acosta Matos
De Diario Libre
Él no quería ser guardia, pero no tuvo más remedio. El hambre no te permite distinguir entre diferentes profesiones y, a la verdad, tampoco es la peor ocupación del mundo. Al menos no en este país, en el que la autoridad depende de que tengas derecho a portar un arma, apresar personas, imponer tu presencia, hacer que no te miren a los ojos, andar bien planchado y con botas lustrosas.
Ser guardia aquí es como una inversión: puede que de inmediato no recibas beneficios, pero al menos no tienes que sudar sobre un surco, ni madrugar cada día tras los animales de crianza, ni echar la vida cargando racimos de guineo. Para un cabrón hijo de la tierra, ser guardia es una manera segura de no morirse siendo un Don Nadie. Puedes pisar fuerte, hablar alto, ser temido, ganar mujeres, recibir pleitesía y adulación. Todos se disputarán tu amistad, te cortejarán, buscarán tu simpatía. No hay como pensar que uno tiene un seguro contra la desgracia, o una garantía, sobre todo si no se anda muy claro. Especialmente los que delinquen buscan la amistad de gente como él, para sentirse seguros en su malvivir. Es como una manera de tener la impunidad asegurada para poder seguir delinquiendo. Tener un guardia de amigo, o de pariente, es como tener un ángel de la guardia en casa. Más en un país donde la gente vive a la buena de Dios, con el alma en vilo y la libertad, y la vida misma, pendientes de un hilo.
Pero él piensa, de todas maneras, que es duro el servicio; son duros los oficiales; son jodidas las guardias y los peligros que tiene que afrontar. Es duro vivir entre hombres duros, lejos de la suavidad de las mujeres. Es duro tener que imponer el orden entre gente de mal vivir, para quienes no hay más límites que el miedo y la fuerza bruta. Es duro pegar, maltratar, amenazar, apresar y hasta matar. Es duro enfrentarse a muertos de hambre, que le recuerdan constantemente cómo era él mismo; a haitianos ilegales que solo buscan demorar la muerte irremediable, escapar un poco de la miseria absorbente, o sencillamente, comer. Es duro, pero se trata de ellos o de él, y jamás se ha planteado la posibilidad de que exista un mundo distinto, donde el hombre no sea el lobo del hombre. El mundo es como es, piensa, y en ese mundo como es, él no será siempre de los de abajo. Por eso escogió ser guardia.
Su nombre es Natividad Morel, y es un raso de la Segunda Compañía, del Cuarto Regimiento del Ejército Nacional. Según los documentos oficiales, es un soldado que "…prestó servicios con el destacamento de Dajabón, y aprovechando su investidura ha expedido una cantidad enorme de permisos de Inmigración, percibiendo el importe correspondiente. Además, falsificaba la firma del teniente Guerra en documentos de Inmigración. También obligaba a los campesinos a hacerle entrega de animales para no perseguirlos por vagos, y a la vez se hacía extender el certificado de venta"
Es difícil no acusar a este hombre, que ha dejado ya de ser guardia para convertirse en preso. No solo explotaba a los pobres, sino que se enriquecía con su hambre. Puede que haya nacido en cuna miserable, pero ha olvidado de dónde venía y ha aspirado a salir de la miseria a costa de los miserables. Y especialmente de los más pobres entre los pobres, o sea, de los haitianos:
"También este Ramos-se afirmaba en los documentos probatorios-obligó a once haitianos a que hicieran entrega de animales con amenaza de meterlos a la cárcel, teniendo su correspondiente permiso de permanencia, lo que ha motivado una queja del cónsul haitiano en Dajabón, en forma documentada"
Lo cierto es que este hombre no solo es Natividad Morel, sino también un canalla. Se puede ser pobre, pero se debe ser digno. Haber nacido en el arroyo no te libera de reconocer que la vida debe ser vivida con decoro. Por sus acciones Natividad ya no significa nada para nadie. Solo existe porque su nombre suena aquí. Porque yo lo estoy invocando. Nada más.
"Por las razones expuestas-se afirma en el expediente iniciado contra él- el teniente Guerra hizo preso al raso Morell, ordenando al suscrito la investigación del caso para elevarlo a la Comandancia Departamental, con la recomendación de que sea sometido el reo a un Consejo de Guerra"
Y lo miro ahora, mientras barre el piso de su celda con esa cara de infeliz y esos ojos perrunos que buscan agradarme, disminuir el rigor de la sentencia inevitable y hacerse la víctima, después de haber abusado tanto, y repartido planazos y bofetadas a granel. Miro ese cuerpo esmirriado, que delata una infancia sin pan, descalzo, churroso, alelado, lento en el decir y repleto de parásitos. Adivino el hacinamiento en que vivió, la casucha repleta de muchachos hambrientos, como él, y los ojos resignados de una madre avejentada que nunca hablaba delante del marido borracho y abusador. Y casi puedo ver los castigos a que lo sometieron por no ir a buscar el agua al río, o descuidar las gallinas o robarse unos mangos. Por eso las cicatrices viejas, porque las nuevas son del duro bregar del guardia, por tener que enfrentar a los desobedientes y reducir a los guapos en las galleras o en los caminos donde ha dejado tendido a varios.
Claro que ha matado, ¿qué guardia sería de no haberlo hecho? Para eso tiene el arma de reglamento y el permiso para disparar primero, y preguntar después. Y si alguno se le debía, seguro se la cobró, y bien cobrada, arrestándolo por vago o no tener los documentos de identidad, y luego aplicándole la Ley de Fuga. Total, ¿a quién le importa un muerto de hambre menos sobre la tierra? Y si los guardias no tienen manos libres para imponer el orden, ¿a dónde vamos a llegar?
Lo veo beber agua de una lata y saborearla, como si fuese licor. Puedo también imaginarlo embadurnado de lociones baratas y dulzonas, con ropa de civil, metido en los garitos y los lupanares, restregándose con los cueros y boconeando su hombría, porque hay que estar loco o cansado de la vida para enfrentar a un guardia. Y también imagino el despertar al día siguiente, y el regreso al cuartel, a las rutinas, a los gritos del jefe, a las ceremonias, a los saludos a la bandera y al retrato del Generalísimo que tiene la inscripción "A mis compañeros de armas". Bueno, eso le han dicho, porque como era de esperar Natividad Morel no sabe leer ni escribir y solo ha podido estampar la huella del pulgar en los legajos que le he presentado, como el acusador que seré de su Consejo de Guerra.
Se sienta, de pronto, sobre el suelo de la celda, y lo veo jadear, desmadejado, como un acordeón sin resuello. Una arqueada preludia lo que sospeché antes de que vomitase la sangre y cayese de lado, temblándole la caja del cuerpo, desvalido como un cachorro moribundo. Doy varios gritos y entran otros guardias que lo cargan y lo llevan a la enfermería, donde el practicante casi nada pudo hacer. A la media hora moría el raso Natividad Morel. El acta de defunción era inequívoca, se lo llevó una tuberculosis mortal, de la que nunca había dicho a nadie.
Entonces recojo en silencio los papeles del atestado y salgo a buscar al teniente Guerra para informarle que ya no hace falta la justicia de los hombres porque se hizo justicia divina. Y me sorprendo pensando si el raso Natividad Morel fue más víctima que verdugo, y si lo vivido por él, desde que nació, no había sido castigo más que suficiente para cualquiera. Y es cuando, ante la mirada estupefacta del teniente Guerra rompo el atestado del raso Natividad Morel y lanzo sus pedazos al viento.
Es difícil no acusar a este hombre, que ha dejado ya de ser guardia para convertirse en preso.
No sólo explotaba a los pobres, sino que se enriquecía con su hambre. Puede que haya nacido en cuna miserable, pero ha olvidado de dónde venía y ha aspirado a salir de la miseria a costa de los miserables.
Nota: Algunos nombres de los personajes de la serie "La Era" son ficticios, y los sucesos rigurosamente ciertos. Los documentos que los avalan pueden consultarse en el Archivo General de la Nación.
Santo Domingo, R.D., sábado, 11 de junio de 2011.
http://www.diariolibre.com/noticias_det.php?id=293888


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