Editorial de
Bien pudo la Junta Central Electoral (JCE) haber actuado de otro modo y buscar una salida honrosa a un problema que, como consecuencia de la renuncia de su encargado de cómputos, Miguel García, la afectó por varios meses e incluso erosionó parte de su imagen pública.
Otra hubo de ser la solución y otros los resultados. Máxime, cuando después de un inmerecido y prolongado forcejeo del alto tribunal electoral con el principal partido de oposición, el PRD, sin aparentes razones de peso político, la confrontación alcanzó roces con algunas entidades de la sociedad civil.
Lo peor, sin embargo, radica en que ese entrevero institucional demandó, de alguna manera previsible, un empuje político extra-institucional. Aquello que bien pudo alcanzar de suyo la JCE, lo obtuvo gracias a la solícita intervención de agentes y actores ajenos a su genuina interioridad y funcionamiento gerencial.
Ahora, impuesta y evidentemente a contrapelo de la voluntad de la mayoría de sus cinco jueces, la solución se fraguó afuera, es decir, en obediencia a la jerarquía partidaria (del PRD y PLD) y a la siempre diligente mediación de la iglesia católica.
Pudo, sin aspavientos mayores ni sobresaltos indignos, haber conseguido la misma respuesta, con menos o ningún costo de su legalidad orgánica ni de su fuero administratorio. Para la JCE este no ha sido un final feliz, antes bien, la dilación y postura obstinada le han valido una consensuada solución que, a la postre, con estoico silencio, estará obligad a deglutir. Sin alternativas.
¿Por qué no fue la propia JCE, sin las firmas de terceros, la dueña de esta fórmula que en nada la empequeñecía ni menoscababa su estatura institucional?
Si de algo ha de servir esta “salomónica solución” de los políticos, será para medir el grado cuestionable y precario del funcionamiento retórico de nuestra democracia.
Ojalá no se repita.
Santo Domingo, R.D., miercoles, 08 de febrero de 2012.


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