lunes, 9 de julio de 2012

Rafael Herrera




Por Santiago Estrella Veloz

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He leído el artículo de Miguel Franjul, publicado en el Listín Diario del 7 de julio de este año 2012, que me gustaría comentar.

Comenzaré por decir que uno de mis periodistas inolvidables es Rafael Herrera, que todavía hoy nos resistimos a aceptar su muerte, ocurrida el 25 de septiembre de 1994. 

Tal como lo recuerdo, cuando le conocí era un hombre alto, fortachón, de cejas arqueadas y pobladas, pelo suave y plateado, nariz larga pero ordinaria, casi protuberante, con signos visibles de lo que parecían ser huellas de viruela. Sus ojos eran grises y vivaces, aunque el izquierdo a menudo lucia más pequeño que el derecho.

Herrera, un hombre de una inteligencia extraordinaria, estaba dotado de una personalidad atrayente aunque informal, a través de la cual dejaba traslucir un espíritu rebelde y al propio tiempo una bondad sin límites, que demostró en más de una ocasión, al proteger y salvar vidas de perseguidos políticos durante uno de los tantos gobiernos del doctor Joaquín Balaguer, de quien era amigo.

 Como acertadamente dijo el periodista Juan José Ayuso en un artículo después de su muerte “fue un buen componedor, un gran mediador. Evitó muchas tragedias que hubieran pesado en la conciencia del país y agraviado una carga de resentimiento de todo tipo” (1).

Don Rafael Herrera Cabral, director histórico del periódico Listín Diario.

Herrera, a pesar de que sirvió a Trujillo como traductor y diplomático, especialmente en las Naciones Unidas, anhelaba una sociedad democrática, bien informada, en la que cada dominicano estuviera consciente de sus derechos y deberes “con caridad para todos, sin malicia para nadie”.

Guarionex Rosa, otro periodista que le conoció y trabajó bajo su mando, dijo que “durante el largo periodo de los doce años (de Balaguer) se enfrentó a los muchos desafueros que caracterizaron esa Era y a pesar de su amistad con quien dirigía la cosa pública, intercedió por los perseguidos y amparó, a veces bajo responsabilidad personal, a los contestatarios del régimen en momentos en que hubo un desentendimiento (sic) por la magnitud de la represión, atribuyéndose oficialmente a las fuerzas incontrolables” (2).

 Un primo suyo, el poeta Héctor Incháustegui Cabral (25 de julio 1912-5 de septiembre 1979) en una ocasión lo definió como “corazón grande en manos de un olvidadizo, escritor serio y magnifico, manejado por un alma reflexiva y paciente a cuya puerta me parece que nunca ha llamado la ambición literaria, a quien el vano aplauso de los amigos jamás tuvo los atractivos de esa sirena que a los demás nos hizo embarrancar en playas que creímos solitarias y en donde recibimos muchísimas pedradas” (3).

Héctor Incháustegui  Cabral.

En su mocedad, Incháustegui y Herrera buscaban la forma de hacer pequeños negocios, con el fin de conseguir dinero para comprar libros recién llegados a Baní. 

Otras veces virtualmente “asaltaban” la biblioteca de don Fabio Herrera, la más grande y variada del pueblo, cuando no era que se dedicaban a husmear en viejos armarios que habían traído desde Inglaterra y Filadelfia la familia Billini, distinguidos parientes de aquellos jóvenes que para entonces habían leído a al filósofo y escritor francés Juan Jacobo Rosseau; a Johann Heinrich Pestalozzióel reformador de la educación suiza cuyas teorías establecieron los cimientos de la educación elemental--; a los clásicos de la poesía española, las aventuras de Búfalo Hill, las Traducciones de Shakespeare, Los Romances del Duque de Rivas, etc. 

Monseñor Agripino Núñez Collado, con quien le unió una gran amistad, dijo en una ocasión que “este singular autodidacta que fue don Rafael, ya traducía al español desde temprana edad, del inglés y del francés, llegando a convertirse en el mejor traductor de esa época por la amplitud del vocabulario y el admirable conocimiento de la lengua que empezó a adquirir leyendo una Biblia detrás de un mostrador” (4).

El amor de Herrera por los libros era como un fanatismo. En el país, siempre iba a las librerías a comprar alguna obra. Si viajaba al extranjero, regresaba con muchísimos libros, especialmente sobre economía, cuyas variadas teorías memorizaba y le daban la base necesaria para discutir pública o privadamente con cualquier economista de Harvard o de Oxford. 

Herrera no se limitaba, como algunos, a comprar libros para adornar una biblioteca, sino que realmente los leía, pues aprendió un método de lectura rápida que le permitía asimilar una página con solo darle un vistazo. En su despacho, cuando le entregaba el texto de alguna noticia o reportaje, lo miraba rápidamente y, devolviendo las páginas, me hacía alguna que otra observación para que sustituyera tal o cual palabra. En más de una ocasión llegué a pensar que me hacía utilizar palabras equivalentes para dejar su impronta en mi artículo, como quien dice: “No solo es obra de Estrella Veloz, pues yo lo corregí”. Era una forma del maestro enseñar a su alumno, petulancia aparte.

 Había algunas cosas que molestaban sobremanera a Herrera, como por ejemplo cuando un redactor, al describir el acto inaugural de una carretera o edificio, decía que “el Presidente cortó la cinta simbólica”. “¿Simbólica de qué”, se irritaba Herrera. “Cortó la cintaò, es lo que debió haber escrito”, corregía Herrera.

 Era enemigo de que los redactores utilizaran el grupo disyuntivo y/o, que según el académico Fernando Lázaro Carreter (5) es “una coordinación de coordinadores, posible en inglés pero no en castellano, porque el valor semántico de y es combinatorio; el de o, alternativo o disyuntivo”, aunque aparentemente se excluyen.

Santo Domingo, R.D., lunes, 09 de julio de 2012.

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