Santiago Estrella Veloz
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Ese afán de Herrera por el manejo del idioma fue quizás lo que le llevó a reclutar como correctores de estilo a intelectuales de la talla de J. Agustín Concepción, Marcio Veloz Maggiolo, Pablo Rosa, Alfredo Licairac, Ramón Emilio Reyes, Ciriaco Landolfi y Carlos Esteban Deive, entre otros, pues quería que el periódico fuese un ejemplo de buen manejo del idioma.
En tal sentido, como afirma el mismo Carreter, Herrera entendía que “el lenguaje del periodismo no ha de ser monótono, su melodía no puede producirse tañendo una misma campana; pero la polifonía necesaria no debe resultar de disonancias y de notas erradas o fallidas.
La variedad polifónica resulta de manejar inteligentemente el repertorio general de posibilidades que la lengua ofrece a todos, de tal modo que el mensaje en nada extrañe a los receptores cualquiera que sea su cultura.
No suele tenerse en cuenta que el idioma bien empleado es bien entendido y apreciado por las personas poco instruidas, mientras que las rarezas y las extravagancias, aunque no sean percibidas por esas personas, estremecen a quien sí posee alguna instrucción” (6 ).
En la misma forma en que Herrera concedía vital importancia al buen uso del idioma, hacía lo propio con el desarrollo de la agricultura, que estimulaba con sus editoriales, y con los libros.
En algunas Navidades proclamaba en un editorial: “Regale un litro, pero también regale un libro”.
Esa inquietud le llevó a la presidencia del Comité Permanente de la Feria del Libro, que se celebra anualmente, un acontecimiento cultural cuya idea original, si no me falla la memoria, originalmente fue del profesor, editor, propietario de la Librería Dominicana, y pastor evangélico, Julio Postigo, y luego la revivió el periodista colombiano- dominicano Augusto Obando, un verdadero talento que fue lentamente mellándose a causa del alcohol, como nos pasó a muchos en su oportunidad, unos más que otros.
Herrera llegó a conformar una biblioteca con más de 7.000 volúmenes de caracteres económicos, políticos, educativos, religiosos, artísticos, filosóficos, sociológicos y literarios, que se complementaron con obras dedicadas por diversas personalidades. Esa biblioteca fue donada en el 2002 por doña Rosa y Héctor Herrera a la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, centro académico con el que colaboró desde sus inicios en 1962, tanto como periodista como miembro de su Junta de Directores.
“No hay un libro malo donde no se encuentre algo bueno”, decía Herrera. “Por lo mismo, todo libro nos permite esperar que en sus páginas haya una frase, que nos sirva para acrecentar nuestro conocimiento. O para encausar nuestras posibilidades hacia un mejoramiento de nuestro íntimo ser”.
Las inquietudes intelectuales de Herrera, su amor a la lectura y su pasión por ensanchar sus horizontes culturales, le convirtieron en uno de los dominicanos de más prestigio del siglo XX.
Don Rafael Herrera Cabral.
Rafael Herrera Cabral nació en Baní el 7 de julio de 1912, hijo de Fabio Florentino Herrera y Echevarría y Ana María Cabral Billini, su cuñada, pues con anterioridad había muerto su esposa Águeda. Los demás hijos de ese matrimonio fueron Fabio, Pablo Melchor, Ana María, Ramón Antonio, Fernando e Isabel. Entonces Baní era prácticamente una aldea, muy laboriosa, una sucesión de fachadas de tablas de palmeras, mal pintadas de almagre, con empalizadas con coralillos y calles rectas que se perdían luego entre matorrales y mangos, en hatos donde era frecuente ver pastar las vacas y caminos donde los perros, flacos, iban detrás de las monturas con recipientes llenos de leche que se vendía en el pueblo.
La vena periodística de Rafael Herrera fue heredada de su padre, un verdadero mentor de actividades sociales, políticas y culturales, promotor del progreso banilejo, y quien estuvo durante más de medio siglo al servicio de su comunidad, donde llegó a ocupar los cargos de regidor y Presidente del Ayuntamiento, además de miembro de la Sociedad Amantes del Progreso.
Fabio Florentino era un escritor y periodista de estilo literario elegante, correcto y de elevado sentido humanista, propietario de Ecos del Valle, periódico que bajo su rectoría y orientación siempre se mantuvo a la vanguardia de todas las actividades propulsoras del bienestar de la colectividad banileja.
Rafael Herrera apenas llegó al cuarto curso de la escuela primaria, pues era tímido, retraído y modesto, lector voraz de todos los libros existentes en el comercio de su padre. “Tenía miedo a las muchachas, así que leía mucho para consolarme”, dijo en una ocasión como justificándose.
Siempre distraído, a menudo cogía un pan mientras leía un libro, le daba un mordisco al pan y lo dejaba en cualquier sitio, para luego buscar otro y hacer lo mismo, hasta que al poco rato se encontraba con los dos pedazos. En el cuarto curso, un día que le llamaron la atención, saltó por una ventana y jamás volvió. Como siempre usaba una melena, en ocasiones era objeto de burlas, hasta que decidió raparse la cabeza, sentándose en el parque, para ver si alguien se atrevía a decirle algo. Nadie lo hizo, pues pocos de su edad estaban dispuestos a provocarle, dada su gran fortaleza física, probablemente dispuesto a usarla en caso de ser ridiculizado.
Herrera era uno de esos hombres que no tuvieron nunca una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no era una necesidad profesional.
Sin embargo, vivía preocupado por la cultura, en el entendido de que ignorar las bases sobre las cuales se ha podido levantar el admirable espíritu del hombre, es permanecer al margen de la vida, con una renuncia voluntaria a quizás lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado para ponerla en condiciones de enfrentar mejor el porvenir. Tengo la impresión de que Rafael Herrera siempre consideró que la verdadera universidad de hoy son los libros, a pesar del gran desarrollo que tienen hoy las instituciones docentes, con sofisticadas computadoras conectadas a la red de Internet, donde si bien los educadores son guías y orientadores, se fundamentan en los libros como fuente permanente de conocimiento.
Su afición por la lectura le llevó a conocer a los principales autores ingleses, en su propia lengua, además de que aprendió latín por su cuenta.
Según Incháustegui Cabral, Rafael Herrera fue uno de los mejores traductores del inglés “por la amplitud de su vocabulario, que empezó a adquirir leyendo una biblia protestante detrás de un mostrador, luciendo, suelta, una rebelde melena que más tarde desapareció para quitarse de encima el duro trabajo de peinarse todos los días” (7).
Herrera llegó a Santo Domingo en 1941, como traductor del Listín Diario, que finalmente dirigiría. Más tarde sería redactor de La Nación, jefe de Redacción del mismo periódico, jefe de Redacción de El Caribe (1948) y ayudante del director del diario El Imparcial de Puerto Rico (1949-1955). Entre 1956 y 1960 fue Director de El Caribe y en 1961 Secretario de la Presidencia y delegado de la República Dominicana en numerosas conferencias internacionales, especialmente ante reuniones de la UNESCO, para discutir la política de comunicaciones de ese organismo mundial. Fue galardonado con premios nacionales e internacionales por su labor periodística, aparte de que recibió condecoraciones del Gobierno dominicano, de España y Francia.
Entre los premios periodísticos recibidos figura el María Moors Cabot, que concede anualmente la Universidad de Columbia en Nueva York a quienes se distinguen por su actuación en el periodismo de las Américas, preciado galardón altamente ambicionado por muchos periodistas. A Herrera se le concedió en 1985, no solamente como un acto de justicia a su figura, sino un nuevo honor que rindió al periodismo dominicano el comité que escoge anualmente los galardones, pues con anterioridad lo había recibido Germán Ornes por su constante lucha a favor de la libertad de prensa.
Sin embargo, no todo fue color de rosa en el ejercicio periodístico de Herrera, pues aparte de que se vio forzado, como casi todos los intelectuales dominicanos de su generación, a colaborar con Trujillo y su régimen despótico, en más de una oportunidad se le amenazó, se le intentó asesinar e incluso fue llevado ante los tribunales acusado de difamación e injuria, un espectáculo judicial de mal gusto montado por funcionarios allegados al entonces presidente Joaquín Balaguer que no toleraban la independencia del periodista.
Periodista Gregorio García Castro, asesinado el 17 de marzo de 1973.
En 1973, a raíz del asesinato del periodista Gregorio García Castro el 17 de marzo, Herrera publicó un histórico Editorial (8) en el que además de protestar por el suceso, consignaba que “el rumor público” vinculaba con el crimen al entonces ayudante civil del presidente de la República, Sócrates (Chino) Pichardo, un ex mecánico a quien la política vinculó estrechamente a Balaguer, que le nombró en varios puestos, y en una oportunidad le otorgó el rango de mayor del Ejército Nacional para darle más autoridad al frente de la Dirección de Caminos Vecinales.
Era además una costumbre de Balaguer premiar de ese modo a algunos amigos ansiosos de poder. Pichardo demandó a Herrera ante los tribunales, acusándole de difamación e injuria. Un juez complaciente, nombrado por Balaguer, le encontró “culpable” y le condenó al pago de una multa simbólica de 25 pesos, que por cierto fue pagada por amigos porque en el momento de la audiencia Herrera no tenía un centavo en sus bolsillos.
Santo Domingo, R.D., martes, 10 de julio de 2012.
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