Ylonka Nacidit-Perdomo
La vida como la muerte es una especie de arresto, de un alto, pero en planos diferentes; la vida es un archipiélago de hechos, la muerte es una isla desolada y helada donde el ser otrora viviente enmudece, y solo guarda silencio, porque después no se oye en todo el universo ni siquiera su susurro.
La sociedad “civil” y la base social de las protestas tienen hoy delante de sí una tarea, una batalla, una guerra mediática: acusar a los servidores públicos señalados –desde distintas esferas, grupos, asociaciones, etc.- como autores de actos delictuales, en fin, a todos aquellos que empiezan a padecer el síndrome de sentirse perseguidos por el índice de la Historia, y ante lo cual no tienen argumento creíble para su defensa.
¿Es un complot o una conspiración? ¿Una mayoría activa, muy activa en toda la República, lo asume como un ejercicio político abierto de sus derechos de manera desafiante? Es la indignación, la cólera, el hastío hecho protesta desbordada.
Ningún Estado de derecho puede desnudar a la muerte a través de la perdida de la vida de inocentes ni a la Historia de manera sucia, dándole golpes a la conciencia. Ahora existen conjurados juveniles que no quieren una infamia vida, por lo cual se puede afirmar que sí existe una militancia de base social convertida en mayoría, que ya va conociendo el número de víctimas que les traerá la represión.
Algunos –y no deseo, ¡por Dios!, que suceda- van a morir a manos de los castigadores uniformados, de la violencia institucional; van a morir sin hablar en vida, y otros que no pueden ser puestos a hablar después de la muerte, se quedarán sin memoria; y los vivos van a procurar tener una sola obligación con los muertos, si estos son sus parientes: su única obligación será preservar su dignidad y la manera en que humanamente le evitaron angustia y dolor, por lo cual están obligados doblemente: con los que viven y con los que mueren.
Hoy todos los que protestan son ciudadanos “reclusos” del Estado, refugiados a lo largo y ancho del país en las calles tomadas con un desafío que se extiende sin temer ser vigilados de cerca, y puestos a raya.
Para escribir con veracidad la Historia no es necesario maldecir en público ni tener sobrada razón para aniquilar a las injusticas, ni destruir la paz o el bienestar de armonía. No puede hacerse del presente una pesadilla de la cual se pueda avergonzar luego. ¿Hay que purgar políticamente qué?
Muchos pueden amar este mundo deforme, y sentirse afortunados al conocer que a través de las experiencias que trae la Historia, al re-leer los capítulos de las injurias, de las desgarradoras mentiras y de las ignominias, así como la historia deformada, los dominicanos por amar la libertad con pasión pudieron vencer a los tiranos.
Por sentirse simplemente irreverente, o asumirse como rebelde, no se puede destruir el presente de manera nefasta, y esto lo queremos subrayar. Es posible que las máscaras de los infames ya hayan empezado a caer, al igual que la de los farsantes.
¿A quiénes se debe desenmascarar? ¿A oligarcas y grupos tradicionales mezquinos que aceptaron (en complicidad) el laisse faire de los políticosentre sí (de la derecha, de la izquierda, de la centro-derecha o “pseudos” llamados liberales), que se creyeron jurisperitos de la historia, y no son más que intolerantes con la dignidad, la igualdad, la justicia social y la verdad desnuda de la opresión y explotación miserable, y cuando no pueden ejercer (en contubernio) el poder político de manera “diáfana” (¿del pueblo y para el pueblo?), a través de las prebendas gananciosas se dedican, entre ellos, a rumorearse intrigas, órdenes superiores, revelar nombres de culpables, y de un sinnúmero de sospechosos de participar o tener relación con lo que se le imputa, pasando luego a tergiversar las responsabilidades suyas con el antes y el ahora, y colocar al lector al corriente de un “rompecabezas” de oportunistas, de un drama amañado por los protegidos del sistema?
Hay que recordar, ahora, que a los políticos insectos (sin escrúpulos y sin conciencia) hay que echarlos a un lado, dejarlos que se pierdan en el fango, despreciar su presencia, por los propios y por los extraños.
Si se avanza con el llamado a la revuelta, esta es la disyuntiva que tenemos por delante: orden represivo, perturbación de la gobernanza, continuar acumulando amarguras en el corazón, desesperación, literalmente enloquecer por desilusión o impotencia, y creer que es suficiente para “ganar” la práctica de humillarse unos a otros y, empujar a otros a ser carceleros de los otros, que es en definitiva: convertirnos en carceleros de nuestro destino, o bien, por el contrario, preguntémonos si es políticamente correcto: ¿una amnistía histórica?
Yo no quiero la revuelta, pero tampoco puedo censurar la voluntad de un pueblo que se siente indignado, burlado en sus aspiraciones legítimas de una vida esperanzadora, que se resiente del debilitamiento de la institucionalidad y la democracia; un pueblo que persigue a los corrompidos y corrompedores; no obstante, no niego el dolor inmenso que llevo dentro al saber que los verdugos arrojan a la cara de los débiles el aliento de la muerte.
… ellos (los verdugos) serán los perseguidos por el índice de la Historia, con revuelta o sin revuelta, aunque se diga en voz baja o en voz alta.
Santo Domingo, R.D., domingo, 18 de noviembre de 2012.
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