A veces nos sacaban de las celdas
para que viéramos las torturas
Rafael L. Trujillo Molina.
Fabio R. Herrera-Miniño
Los días en La 40 transcurrían dentro de la normalidad de una angustia latente, escuchando el abrir y cerrar de las puertas de las celdas para ingresar nuevos presos, sacarlos para interrogarlos, eliminarlos o llevarlos hacia la isla Beata.
A veces nos sacaban de las celdas para que viéramos las torturas que se cometían en el coliseo, o nos alineaban a una pared para hacer creer que nos iban a fusilar. Una noche se alteró la tranquilidad de los prisioneros cuando ingresaron a nuestro querido Washington De Peña, que ya tenía a su hermano Aníbal incomunicado. En fin, hasta que nos trasladaron a la penitenciaría de La Victoria a finales de septiembre, no sabíamos qué nos esperaba en esa cárcel, llena de presos políticos.
En La Victoria nos condujeron a unos calabozos de aislamiento, más grandes que los de La 40, pero sin ninguna facilidad sanitaria, tan solo una vieja lata para las necesidades y que dos veces al día nos sacaban para los baños comunes donde se completaban las necesidades fisiológicas. El grupo completo, que habíamos sido detenidos en septiembre, permanecíamos en un caluroso cajón de concreto, con poca circulación de aire y recibiendo una detestable ración de maíz, en que hasta los ojos de las reses aparecían flotando en ese batimento.
El día que ya nos iban a trasladar para el área de los presos políticos, los cuales sabían de nuestra presencia, llegó la orden de llevarnos hacia la sede del SIM en la avenida México esquina 30 de Marzo. Allí nos llevaron a un salón donde estaban nuestros familiares, que emocionados, y después de la arenga de advertencia de los oficiales del SIM, fuimos entregados a nuestros padres que no cabían en su gozo de vernos liberados a medias, después de haber vivido en la incertidumbre de lo que pudo haber ocurrido.
La novedad, después de la liberación, fue enterarme que a casi todos mis parientes los habían cancelados de sus cargos en las oficinas públicas y mi matrícula en la Universidad de Santo Domingo había sido cancelada. Pero a principios de noviembre, me llegó el aviso desde la universidad, de que Trujillo la había revocado y por tanto me reintegré a cursar el último año de ingeniería civil.
El reencuentro con mis compañeros de cuatro años fue de una honda y conmovedora impresión por la solidaridad que se manifestó en todos ellos, demostrándome que no me rechazaban por su sincera acogida, muy distinto a lo que se conocía de cómo a muchos ex presos políticos se les aislaba y hasta el saludo se les negaba. Y a casi 50 años de graduados, nos mantenemos unidos, compartiendo periódicamente nuestros recuerdos y experiencia profesional.
A los 50 años de esa experiencia de juventud, creo que para un hombre inquieto, tales experiencias son desagradables, pero si se tiene la suerte de sobrevivir, sin lesiones permanentes, se transmuta al espíritu una responsabilidad con la Patria, atesorando en la madurez esa experiencia forjadora de la personalidad. Y esa fragua de la cárcel fue sin dudas el ingrediente que abonó mis inquietudes, para mantener, desde 1969, mi columna en los diarios nacionales, orientando a mis conciudadanos para alcanzar la meta de una vida en una patria mejor.
Santo Domingo, R.D., sábado, 02 de octubre de 2010
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