El Gobierno ha encontrado una forma muy efectiva, aunque poco transparente, de salirse de los medios: dar la callada por respuesta.
En una dictadura, una actitud como ésa se entiende y hasta tiene que ser aceptada, pero en una democracia, es un pecado mayor que no puede ser tolerado.
Todo funcionario público está sujeto al escrutinio público y está obligado a explicar sus actos. Si las actuaciones son correctas, no tiene que temer. De lo contrario, tiene que dar el frente.
La democracia se sostiene sobre la base de una ciudadanía informada, pero no por las denuncias de la oposición o los chismes de la calle, sino por los órganos responsables del gobierno. Ellos tienen una obligación moral y política de mantener a la ciudadanía al tanto de sus actuaciones y deben responder razonablemente a las peticiones de información que se les hagan, exista una ley de acceso a la información o no.
La falta de transparencia de algunos funcionarios contrasta con su vida libertina. Se les ve en bares y restaurantes haciendo cuentas escandalosas y hasta pagando cuentas de otros parroquianos en una demostración de poder económico que contrasta con la supuesta falta de recursos para atender necesidades urgentes de que se queja el Gobierno.
La negativa a informar crea, además, un grave daño al sistema político, pues convierte en regla a la duda y al recelo. De esa manera, se va perdiendo la fe en la democracia y en los políticos. Y cuando eso pasa, todas las aventuras son posibles.
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