MARGARITA CORDERO
Hasta hace poco tiempo atrás, la zona donde vivo era tranquila. Un paraíso, casi, para mí, que abomino del ruido, de la música alta que se cuela en la casa desde el exterior, de la voz estridente que es nuestra marca-país cultural.
Ahora no. Ahora la zona donde vivo es tránsito al parecer obligado de todos aquellos que han instalado un equipo súperpotente a sus vehículos y no se conforman con saberlo ellos y sacian la urgencia patológica de que todos se enteren recorriendo todas las calles de la ciudad. Que gastaron miles incontables de pesos en la adquisición de ese “bien” debe ser conocido por la mayor cantidad de gente, sino habrían fracasado.
A cualquier hora del día, incluidas las de una madrugada que debe ser apacible, los más diversos géneros musicales golpean brutalmente los tímpanos y despiertan al dormido. La testicular testosterona dispara la libido del conductor del vehículo: el dueño del portento tecnológico alcanza el clímax con esta demostración de poder incontrolable sobre centenares de anónimos en sus camas. Que se friegue medio mundo.
También, y sobre todo en las madrugadas, están los “hijos de papi y mami”, que dañan las gomas de sus vehículos con unos “acelerones” que hacen prever lo peor a quien despierta el ruido premonitorio de la velocidad excesiva. Ellos son amos y señores de las asfaltadas avenidas sobre las cuales, muy posiblemente, se elevan las torres donde papi y mami duermen con la placidez que, supongo, deben dormir los dueños del mundo en sus habitaciones insonorizadas.
Como si todo esto fuera poco, a las seis de cada ineludible mañana, un grupo de apolíneos corredores obedece con encomiable disciplina las órdenes amplificadas por un megáfono del jefe de grupo. Son consignas muy parecidas a las castrenses. Ellos corren a paso doble por el inconcluso parque Centenario de Joaquín Balaguer para, ya en condiciones óptimas de calentamiento, avanzar hacia la avenida ¿de la Salud? Acodada en el balcón, con los ojos que se cierran de sueño, compruebo que esta decena de hombres pareciera estar convencida de que entrena para defender la patria y no para fortalecer la musculatura. ¿Qué a esa hora muchos duermen? Peor para ellos. Lo que importa es que –otra vez— la testosterona cumpla su masculina función.
Como si todo esto fuera poco, a las seis de cada ineludible mañana, un grupo de apolíneos corredores obedece con encomiable disciplina las órdenes amplificadas por un megáfono del jefe de grupo. Son consignas muy parecidas a las castrenses. Ellos corren a paso doble por el inconcluso parque Centenario de Joaquín Balaguer para, ya en condiciones óptimas de calentamiento, avanzar hacia la avenida ¿de la Salud? Acodada en el balcón, con los ojos que se cierran de sueño, compruebo que esta decena de hombres pareciera estar convencida de que entrena para defender la patria y no para fortalecer la musculatura. ¿Qué a esa hora muchos duermen? Peor para ellos. Lo que importa es que –otra vez— la testosterona cumpla su masculina función.
Pero no solo ellos, hay que ser justas. Sobre todo los fines de semana, cuando la permanencia en la cama se prolonga porque el trabajo no espera, un evangelista nos despierta a las seis de la mañana con sus mensajes de condenación irremediable de todos, absolutamente todos, los pecadores. Vocifera citas bíblicas desde una yipeta último modelo, lo digo porque la he visto. Él no lo sabe, y ni siquiera lo sospecha, pero su abusiva e impune conducta fertiliza mi descreimiento.
Y mejor es no hablar del “delivery” y sus motos sin tubos de escape (que aquí llamamos “mofler”). Una lo piensa y dan irreprimibles ganas de llorar. Jóvenes y muy jóvenes todos, los “deliverys” son la nueva y amenazadora plaga urbana. Como los que “cepillan” las gomas de sus autos en las avenidas que les pertenecen, los “deliverys” atruenan las calles de la clase media, donde parecen vengarse de la diferencia social.
La ciudad tiene sus propios ruidos identitarios: el pregón de los vendedores, el del tránsito obligado, el que sale, junto a magníficos olores, de las casas donde se recrea la vida… Son ruidos humanos producidos por la humanidad de la gente que puebla esta ciudad anómica. Los otros son abusos de quienes tienen poder, o creen tenerlo, contra todo el resto.
Hay leyes contra el ruido que no se cumplen nunca. Hay autoridades que deberían actuar y no lo hacen. Hay un país en el mundo que no conoce reglas. Está a la deriva.
Y mejor es no hablar del “delivery” y sus motos sin tubos de escape (que aquí llamamos “mofler”). Una lo piensa y dan irreprimibles ganas de llorar. Jóvenes y muy jóvenes todos, los “deliverys” son la nueva y amenazadora plaga urbana. Como los que “cepillan” las gomas de sus autos en las avenidas que les pertenecen, los “deliverys” atruenan las calles de la clase media, donde parecen vengarse de la diferencia social.
La ciudad tiene sus propios ruidos identitarios: el pregón de los vendedores, el del tránsito obligado, el que sale, junto a magníficos olores, de las casas donde se recrea la vida… Son ruidos humanos producidos por la humanidad de la gente que puebla esta ciudad anómica. Los otros son abusos de quienes tienen poder, o creen tenerlo, contra todo el resto.
Hay leyes contra el ruido que no se cumplen nunca. Hay autoridades que deberían actuar y no lo hacen. Hay un país en el mundo que no conoce reglas. Está a la deriva.
Santo Domingo, R.D., martes, 17 de mayo de 2011.
http://margarita-perdonenlamolestia.blogspot.com/2011/05/hasta-hace-poco-tiempo-atras-la-zona.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario