ELSA PEÑA NADAL
Mi madre, sin ser maestra titulada, alfabetizó gratuitamente y con los métodos más avanzados de la época, a decenas de niños y niñas en una enramada.
Mi madre casó con mi padre pocos meses antes de terminar el bachillerato; aun no cumplía los 18 años y mi padre, ya con treinta cumplidos, se ve a su lado en la foto de la boda como si fuese su padrino de la primera comunión: ella, delgadita y hermosa con una mirada de inocencia y el pelo largo bajando sobre su pecho; y él, adusto, muy serio y parado muy firme, tomándola del brazo.
Como en esos matrimonios de antes que ya están descontinuados, ellos juraron amarse hasta que la muerte los separase y así fue; él marchó primero, a la edad de 61 años mientras yo estaba en el exilio en Chile, y ella le siguió los pasos hace ya diez años, con 76 cumplidos.
Compartieron la crianza de sus cinco hijas, mas no sabría decir de cuántos otros ajenos que desfilaron por nuestra casa recibiendo cariño y educación, hasta que pudieron volar con alas propias. Aún me emociono cuando me encuentro con alguno de ellos y me presentan a sus hijos, diciéndoles que soy su “hermana de crianza”.
Mi madre, sin ser maestra titulada, alfabetizó gratuitamente y con los métodos más avanzados de la época, a decenas de niños y niñas en una enramada a modo de escuela que construyo en nuestro inmenso patio. Allí, cada una de sus hijas debió también impartir clases pues la “escuelita de dona Tatá”, funcionaba en dos tantas y tenía gran demanda y fama.
Recuerdo la porfía entre mis hermanas y yo pues no siempre estábamos en ánimo de dar clases, con las tareas de la universidad o del bachillerato esperándonos, pero a mi madre no se le discutía.
Ella, además de alfabetizarlos, les enseñaba matemáticas y nociones de historia y geografía; luego, también se encargaba de conseguirles su inscripción en las escuelas públicas del área, donde se empleaba a fondo para lograr que les dieran un examen de admisión con la intención de que fuesen colocados en un segundo o hasta en un tercer curso de la primaria.
Integraba a los padres en la tarea educativa, dándoles charlas de superación y comprometiéndolos a continuar velando por la educación de sus hijos. Enseñó a las madres a cocinar la “marifinga” que por vía de la Iglesia Católica, distribuía la “Alianza para el Progreso”. Así, los niños desayunaban en la escuelita y los de la tanda vespertina se iban “cenados”. Las madres se turnaban para cocinar el trigo, la harina y otros alimentos, dulces o salados, de los cuales también llevaban una parte a sus casas.
Papá, celoso de sus muchos árboles frutales, sembrados en diez mil metros cuadrados en una zona rural para ese entonces, no permitía el “maroteo” de los muchachitos, todos de escasos recursos económicos: ponía un par de niños a recolectar cerezas, jobos, guayabas o mangos, y éstos debían repartirlos ordenada y equitativamente entre los demás. A veces, papá pelaba y picaba lechosas o melones y los repartía entre los niños. Recuerdo que él exhibía una ramita y les preguntaba jocoso durante el recreo, que para qué él la tenía, y ellos, riéndose, repetían a coro: “para darles fuiquiti fuiquiti a los niños que tumben las frutas verdes”.
Luisa María Altagracia Nadal de Peña, Tatá, tampoco era titulada como doctora o enfermera pero hacia partos; era una experimentada comadrona y ponía inyecciones y aunque no cobraba ningún dinero por sus servicios, la venían a buscar a cualquier hora del día o de la noche y ella igual acudía. Papá, muy precavido, no quería que ella pusiese inyecciones a particulares y le decía que todo iría muy bien hasta que ella tuviera un percance y dejara a alguien cojo.
En una ocasión, viviendo nuestra familia en Jarabacoa, el médico del pueblo la mandó a buscar para que le ayudara en un parto difícil, en el que tanto la criatura como la madre, corrían grave peligro. Ella se hizo cargo de la bebita y la reanimó, dándole respiración boca a boca y sumergiéndola, alternativamente, en agua templada y luego en agua fría. Cuando la niña gritó hubo una gran algarabía entre los familiares, por lo que no es de extrañar que le pusiesen por nombre Altagracia.
Pero también en Jarabacoa, a mi madre se le presentó el parto de mi hermana menor con la mala suerte de que el doctor estaba fuera de la ciudad; así que esa madrugada, mi padre fue por la vecina--doña Lolita, su comadre, a quien mamá le había realizado un parto en su propia casa--y entre los tres, trajeron felizmente al mundo a Teresita.
En este mes de las madres siento que extraño, más que nunca antes, a mi madre, a quien le di “mucha agua a beber” con mi militancia en el Movimiento Revolucionario 14 de Junio y durante los “aciagos 12 años de Balaguer”. Recuerdo que me miraba y decía, moviendo la cabeza inclinada hacia un lado: “tan buen pelo en tan mala cabeza”.
Mamá sabía, sin embargo, que de ella aprendí a rebelarme contra las injusticias sociales pues nosotras, siendo muy pequeñas, la vimos haciendo política clandestina en contra del trujillato, corriendo iguales o peores riesgos y sacrificándose por los más humildes y necesitados.
¡Qué todos nuestros lectores pasen un feliz Día de las Madres! Quizás en otra entrega les hable un poco más acerca de Tatá Nadal.
Santo Domingo, R.D., lunes, 16 de mayo de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario