JULIO CURY
En Proverbios 18.21, se lee que “la muerte y la vida están en el poder de la lengua…”. Sabemos que además de precisar los sabores a través de sus receptores gustativos, la lengua es el órgano de la boca que nos permite comunicarnos, función esta última por la que ella, como causa de maldiciones y desgracias, es no pocas veces mencionada en la Biblia.
Entre nosotros, las figuras públicas son víctimas de comentarios ofensivos, hirientes, generalmente falsos, emitidos por personas acosadas por el rencor o la envidia, y cuyas lenguas carecen de conexión con el cerebro. Y si tienen algún nexo, entonces les falta mollera para razonar sobre la pertinencia de lo que dicen.
Sea como fuere, lo cierto es que en este país hay mucha gente que fabula por vicio o por deporte. En períodos electorales el libertinaje sube de punto, porque tradicionalmente ha primado una permisividad entre las víctimas que ha envalentonado a los calumniadores. Tanto es así que nadie ha sido juzgado ni condenado por las difamaciones e injurias que figuran en los voluminosos tomos de verdades a medias, embustes, invenciones y falacias que se han degradado los debates comiciales.
¿A qué conducen estas disquisiciones? Pues a condenar el exceso del senador de Peravia, quien con censurable ligereza levantó falso testimonio sobre el inteniero Hipólito Mejía. La verborrea del congresista es proverbial, pero esta vez cruzó el umbral de la imprudencia. Si no se imponen sanciones ejemplarizantes en este caso, la Suprema Corte de Justicia le reconocerá no solo al imputado, sino también a todos los mercenarios de la palabra hablada o escrita, que desgraciadamente abundan en nuestro medio, el derecho de lesionar impunemente el honor y buen nombre de que todos somos acreedores de conformidad con el artículo 44 de la Constitución.
Santo Domingo, R.D., miercoles, 18 de julio de 2012.
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