JULIO CURY
El reconocimiento por parte de los demás del precio de
los artículos de lujo y el presunto valor social de ciertas marcas distintivas,
está poniendo loca a mucha gente. Pero, ¿por qué? No acostumbro a escribir
sobre estas cosas; los míos son temas jurídicos y de actualidad política, pero
aventuraré una respuesta: la esperanza de ser aceptados por la oligarquía
tradicional.
El apelativo “nuevo rico” describe a quienes se la pelan
por aparentar lo que no son, por exhibirse en la pasarela social, por penetrar
en los círculos encopetados. Para ello, no solo se valen de marcas costosas,
también emulan estilos de vida propios de los adinerados de siempre. Gentes con
esos afanes, abundan entre nosotros. Ahora bien, detrás de ese fútil empeño se
esconden complejos, episodios pasados que, aunque económicamente apremiantes,
no deberían avergonzar a los nuevos ricos. Y es ahí donde entran en juego las
marcas, porque ninguna otra cosa sirve mejor de mascarada.
Se ignora que ni la ostentación de lujos ni los estereotipos
que calcan, puede emancipar socialmente a nadie. En verdad, esas banalidades no
constituyen una expresión del capitalismo, sino la mercantilización del pecado
original, la soberbia. Y lo más triste es que cuando se advierte en la
inutilidad de malgastar lo que se tiene y lo que no se tiene para impresionar a
los demás, se ha evaporado parte o todo el patrimonio que hubiese servido para
asegurar el porvenir propio y familiar. Se dice que el más rico no es el que
más tiene, sino el que menos necesita, y eso deberían aprendérselo de memoria
los que están todavía a tiempo de deponer, sin sufrir consecuencias, la
aspiración de ganarse la aceptación ajena preciándose de lo que no se es.
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