Pedro P. Yermenos Forastieri
El tema de las pensiones concedidas y auto asignadas de forma abusiva y en detrimento de un patrimonio que, como el dominicano, no parece tener dolientes, viene reiterándose desde hace mucho tiempo. Ha sido una expresión adicional del desorden que predomina en la administración pública y del tratamiento clientelar que se hace de los recursos públicos.
En muchas ocasiones, este festival de rapiña se ha sustentado en un criterio distorsionado del principio de autonomía presupuestaria de la cual gozan algunas instituciones que ha conducido a muchos a suponer de forma convenenciera que pueden manejar las entidades que dirigen como si se tratara de segmentos de un Estado diferente o independiente.
El Estado es uno solo, y si bien es cierto que es positivo colocar a determinados espacios del organigrama público a cierta distancia de influencias que suelen ser perniciosas e impiden su funcionamiento óptimo, eso no puede extenderse al extremo en que se convierte en una fuente generadora de injusticias, inequidades y, sobre todo, de una casta de privilegiados.
El caso del contralor general de la república quien, en su condición de ex superintendente de bancos maniobró al echarse las palomas de su gestión, para que le fuera otorgada una pensión de lujo, no es más que el expediente que ha puesto en evidencia un mal de fondo que debe ser abordado con sentido de integralidad para resolverlo en sus raíces. No obstante, que se trate del funcionario encargado de preservar la correcta disposición de los recursos de la nación, agrava su circunstancia por la descalificación que implica.
Lo que más irrita de estos casos es que los autores se aseguran de cubrir sus acciones del requerido marco de legalidad para poder estrujarnos, con más desprecio que razón, que sus beneficios han sido consecuencia de prerrogativas legales y que, en ese sentido, no son pasibles de ninguna acción en su perjuicio. Lo que falta por decir ante ese ardid, es que con frecuencia ese escudo es una artimaña diseñada y ejecutada para blindar la indignidad y, como tal, podrá tratarse de algo formalmente legal, pero moralmente ilegítimo.
Esta ignominia coincide con el reclamo de trabajadores cañeros para que sus merecidas pensiones por años de durísimo trabajo les sean reconocidas y con el hecho de que el país está repleto de personas que después de una vida de entrega laboral reciben sumas irrisorias en calidad de jubilados. Eso no puede continuar.
Santo Domingo, R.D., viernes, 28 de septiembre de 2012.
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