Federico Henríquez Gratereaux
Trujillo no sufrió un derrocamiento político; su régimen de 30 años nunca fue “desmantelado”. Una vez muerto Trujillo, sus generales y ministros organizaron un funeral con todos los honores correspondientes a un jefe del Estado. Le “tocó” pronunciar la oración fúnebre ante el cadáver del tirano a Joaquín Balaguer, vicepresidente de la República Dominicana. Los estamentos militares, los cuerpos secretos represivos, los instrumentos económicos y de opinión que sustentaron su gobierno, no fueron enterrados con el cadáver del “generalísimo”.
Pocos dominicanos se libraron de “servir al dictador”; a la buena o a la mala, por inercia o debilidad, todos bailaron merengues “laudatorios” escritos para “el jefe”, para sus caballos o para su política. La complicidad, la vergüenza, la mala conciencia, el deseo de ocultar el pasado, complican todo lo concerniente a Trujillo. Es obvio que el 5% de la población no puede “castigar” al 90%. El déspota implacable insufló el temor en las almas de los dominicanos. Hubiésemos querido tener menos miedo, pero no pudimos arrancarnos del interior algo con lo que “aprendimos a vivir” desde la adolescencia.
Un dominicano que viajara a Nueva York en los años sesenta, al hablar acerca del gobierno, bajaba la voz y miraba a su alrededor para comprobar si había espías escuchando. Creía que podían oírle, en otro país, aun metido en una sala de cine o en un tren subterráneo. Ese miedo continuó “vigente” después de la muerte de Trujillo. Claro está que podemos establecer “niveles” o jerarquías en la complicidad con los crímenes del trujillato. Hubo, ciertamente, diversas formas de colaboración. Pero eso no borra el sentimiento de que chapoteamos durante treinta años en un lodazal político y moral que degradó la convivencia de los dominicanos.
Lo mejor sería “no menearlo” como decían antiguamente; pero si tantos se sienten culpables; y si muchos historiadores investigan sobre las “responsabilidades” de los actores políticos en la Era de Trujillo, no quedará más remedio que “justificar” al “perínclito varón de San Cristóbal”, a fin de aliviar las cargas que pesan sobre nuestras propias cabezas. “Yo no puedo hablar, pero aquel tampoco; este otro hizo más daño que yo”. La absolución colectiva es un procedimiento que requiere “embellecer a la bestia”.
Santo Domingo, R.D., jueves, 25 de marzo de 2010
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