Luis Scheker Ortiz
Cuando el doctor Joaquín Balaguer, presidente de la República, públicamente declaró: “la corrupción se detiene en la puerta de mi despacho”, institucionalizó la impunidad como elemento sustancial de su Gobierno. Pretendía excusarse, cual mero observador, no como un Jefe de Estado a quien debiera importarle lo que pasara a su alrededor. Admitió, olímpicamente, su complicidad, y la incapacidad suya y de su Gobierno de combatirla, permitiendo que la corrupción se extendiera libremente y echara raíces difíciles de erradicar más allá del luctuoso período de 12 años.
Balaguer creó un estilo de gobierno, una escuela política pragmática, oportunista, donde abrevó la mayoría de los gobernantes que le sucedieron y los dirigentes de los partidos políticos mayoritarios y aliados. Se convirtió en albacea, ladino, imprescindible; en el “Padre de la Democracia” (¿?) y sintió, no vio, cómo su brazo era levantado junto al de Bosch, la figura emblemática de la moral política y los valores democráticos, en una singular “Alianza Patriótica” de mansos y cimarrones. Ningún gobernante tendría tanta suerte. Muy pocos, después de él, podrían repetir su enigmática proclama.
Rafael L. Trujillo, en
foto tomada en
el Palacio Nacional.
Durante la Era, eso no era concebible. Primaba la Ley y el Orden. El régimen de terror imperante impondría miedo, más que respeto; pero no se toleraba el desorden ni la corrupción. Trujillo, sí; “amado por unos, odiado por otros, temido por todos” era el único con licencia para robar, corromper, matar o reprimir. Su poder omnímodo le permitía todo: lo bueno y lo malo. Ajusticiado el tirado, se rompieron aquellas cadenas. Soplaron aires de libertad que empujaron al pueblo más hacia la anarquía y el libertinaje que al orden y el progreso deseados. El surgimiento de partidos políticos, en su lucha por el poder, contribuiría a fragmentar la sociedad; la inclinaría más al odio y la destrucción que a la comprensión y la tolerancia.
Marines USA desembarcan en
Santo Domingo el 28 de abril de 1965.
Pero en esos albores de la libertad y la vida democrática, la corrupción no era un mal generalizado que se adentraría en el corazón del quehacer político. Apenas formaba parte de algunos segmentos sociales y del Gobierno, siendo el contrabando, las cantinas de Belisario Peguero en la Policía, durante el Triunvirato, los signos más reveladores de una corruptela rampante y un despotismo que provocaría la indignación popular y tomaría cuerpo con el movimiento constitucionalista del 24 de abril, convertido en Guerra Patria con el desembarco de 42,000 infantes de la Marina Norteamericana en plan perverso, aviesamente equivocado.
Lyndon B. Johnson.
El Gobierno intervencionista de Johnson alentó la corrupción. Propició la política de “corromper arriba, reprimir abajo”, iniciada con la represión y el aniquilamiento de combatientes durante el Gobierno Provisional, y terminantemente ejecutada por Joaquín Balaguer una vez llegado al poder mediante elecciones cuestionables, y durante su permanencia por tres períodos consecutivos, con todas las características del déspota ilustrado. Con lustre o sin lustre, ese despotismo no ha desaparecido. Como tampoco la corrupción y la impunidad, que se han venido enseñoreando, carcomiendo los valores de las instituciones democráticas y produciendo el mayor mal que pudiera ocasionarse a una sociedad cualquiera: la corrupción moral que padecemos.
Santo Domingo, R.D., miércoles, 17 de noviembre de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario