Si mi nombre fuera Ramfis Rafael, lo pensaría dos veces antes de seguir insistiendo en un museo y una fundación que sólo servirían para recordar las bochornosas acciones del abuelo. En el artículo anterior, hablé sobre las características que debía tener dicho museo, ahora quiero hacerlo en torno a la fundación que pretenden traer al país los Trujillo.
Sin embargo, la sentencia judicial que prohíbe la circulación del libro que le escribieron a Angelita Trujillo, la hija menor del dictador, e instalar aquí una filial de la fundación que lleva el nombre del “Jefe”, pensé en lo pro y lo contra de la medida.
Creo que tanto la justicia, como un segmento de la población, ha sido severa con la familia Trujillo, al negarle la oportunidad de resarcir los daños que sus parientes produjeron durante los 31 años de la dictadura del “Jefe”.
Ramfis Rafael Dominguez Trujillo.
Es posible, y ojalá no me equivoque, que la fundación sea para recaudar dinero entre los beneficiarios de la dictadura y usarlo a favor de los hogares de huérfanos, como forma de resarcir en parte a quienes la dictadura dejó en esa condición. O bien, una parte de lo recaudado podría emplearse en la compra de sillas de ruedas y prótesis para donar a los mutilados de la Era y que por la gracia de Dios lograron sobrevivir.
Pero antes de dar estos pasos, comenzaría por cambiarme esos dos nombres. Ninguno es para enorgullecerse. El primero, correspondió a un pedante, asesino, capaz de fusilar hombres y mujeres amarrados o detrás de rejas, sólo para saciar caprichos personales o cumplir peticiones de damiselas. El segundo, que nada tiene que ver con el santo, más bien con la parte opuesta, fue del dictador cuya sed de sangre es conocida por la humanidad.
Si me llamaran Ramfis Rafael, una madrugada cualquiera escribiría, a nombre de mi familia, una carta de disculpa al pueblo dominicano, tomaría un avión y me largaría, por vergüenza, a Tangamandapio.
Santo Domingo, R.D., martes, 16 de noviembre de 2010
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