LUIS PÉREZ CASANOVA
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, se ha convertido en uno de los más preclaros referentes en la lucha contra la corrupción con la destitución de varios funcionarios que sólo han sido citados en escándalos.
“A la mujer del César no le basta con ser honesta; también tiene que parecerlo”, parece servir de base a la embestida de la mandataria contra uno de los flagelos que más ha afectado el desarrollo de estos países.
Para perseguir las perniciosas irregularidades administrativas y el enriquecimiento ilícito no se necesita más que esa dosis de buena voluntad que exhibe Dilma. La acción es más significativa por la jerarquía en el Gabinete y la dimensión política de algunos de los funcionarios destituidos en medios de denuncias de corrupción. Sólo en el Ministerio de Transporte han destituidos 14 funcionarios, incluyendo el titular. Pero el caso más importante es el del titular de la Casa Civil, una especie de primer ministro, y protegido del ex presidente Lula da Silva.
Entre las víctimas figuran también dirigentes de formaciones aliadas al Partido de los Trabajadores.
La retórica es irrelevante cuando no está acompañada de acciones concretas. Es lo que ha demostrado la presidenta brasileña con una cruzada que adecenta la administración pública y el ejercicio del poder.
Los brasileños, que tenían la percepción de que los políticos estaban revestidos de una patente de impunidad, han despertado de su letargo con decisiones que ni siquiera podían imaginarse. Dilma apuesta más por la eficiencia y el bienestar que por la politiquería y el populismo para mantener a Brasil como potencia llamada a convertirse pronto en la sexta economía del mundo.
Lo que ocurre en el Brasil de Dilma pone a pensar en República Dominicana, donde la corrupción se ha enseñoreado, sin que haya forma de proceder contra un funcionario ni siquiera de quinta categoría, aunque haya sido sorprendido con la mano en la masa.
Santo Domingo, R.D., lunes, 25 de julio de 2011.
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