miércoles, 24 de noviembre de 2010

In memoriam


 Julio Cury

La mañana del pasado jueves 18, el corazón me dio un salto al enterarme del deceso de Freddy Beras Goico. Mi esposa, testigo de la pena que apremiaba mis lágrimas, me preguntó qué me sucedía, y con los ojos desencajados le contesté que el genial humorista, de pureza rayana en inocencia, había emprendido el único viaje que no tiene regreso.

Días antes, José Antonio Rodríguez me había adelantado el desolador pronóstico, y a decir verdad, no hay imaginación capaz de exagerar el estremecimiento que sentí. Fue como un oráculo despiadado a mis oídos que me recordó que sin importar quiénes seamos, tenemos una cita ineludible con la muerte. A menudo pienso que si adquiriésemos conciencia del desenlace fatal que a todos nos aguarda, fuésemos mejores seres humanos, porque nada de lo que hayamos acumulado por cuenta de nuestros egoísmos o ambiciones será suficiente para evitarlo.

Durante toda su vida, Freddy fue un farol que alumbró amor y bondad, y la pregunta que no acierto a responderme es por qué él, tan bueno, tan noble, tan digno, y no una de las tantas escorias que viven revolcándose en el estiércol. Su muerte duele mucho, no solo por el déficit de solidaridad que abre su partida, sino también por la incertidumbre de imaginarnos sin él en una sociedad que carece de ejemplos. 

Fortalecido por la esperanza que le brindó su comunión con Dios, Freddy aceptó resignado el final de su transito terrenal, conciente además de que sería recibido en los brazos misericordiosos del Creador, en cuyo remanso edénico, paraíso reservado por El para sus elegidos, disfrutaría de la vida eterna. En ocasiones tristes como estas suelen emplearse frases convencionales despojadas de sentimientos, por lo que al asociarme al dolor espiritual que a doña Pilar y a sus hijos les produjo la pérdida de Freddy, quiero que sepan que lo hago de todo corazón. 

Santo Domingo, R.D., miércoles, 24 de noviembre de 2010


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