Eduardo Álvarez
El problema de permanecer por mucho tiempo en el poder es que te acostumbras a la certeza. Cuando les es dable controlar el tiempo de los demás, los gobernantes llegan a convencerse de que todas las instancias vigentes carecen de derecho propio. Les pertenecen. De ahí que un hombre de Estado degenere en tirano, con el uso dilatado del poder, sin importar lo liberal y demócrata que haya sido en los primeros años. “Sabemos lo que somos, pero no en lo que podemos convertirnos”, frase de Shakespeare que explica este comportamiento.
Los riesgos se presentan, sin embargo, al momento de salir del poder y dejar de ser el centro de atención. “Cuando no se destacan claramente del resto, son destruidos”, observa el poeta W. H. Auden. Se hacen adictos, transcurridos los años, al poder y al control del momento. Cuando esto no ocurre, se sienten acabados, cual árbol caído, vencidos por quienes los sustituyen, aún cuando se trate de padres o hermanos. Es la lógica del dominio absoluto.
Trujillo lo tuvo muy claro. Moduló una estructura de poder en la que falsificó la alternabilidad, repartiendo racionalmente las cuotas secundarias disponibles. Unas evidentemente controladas, y otras con cierta autonomía. Las primeras estaban en manos de quienes entendían los alcances y dependencia de sus posiciones. Las compartían, para ser precisos. Los tres poderes del Estado –además de los añadidos o fácticos-, respondían a este cuerpo agigantado, vertebrado por el mando omnímodo e incuestionable del Jefe. No hay formas alternas, compatibles con la dictadura.
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Rafael L. Trujillo Molina.
Para ser parte de este juego, claramente marcado en el discurso y en la práctica, los substitutos emergentes, deben entender y aceptar las reglas fijadas. De lo contrario, serán estos quienes resulten abolidos. Para diferenciarse y romper este esquema, es necesario definir y establecer nuevas normas, en todo caso claramente delimitado. Cuando y donde comienza un código, termina el otro. Mezclar unas y otras reglas resulta en una forma de promiscuidad política, inaplicable, sobre todo si trata de la configuración de las fuerzas que deben prevalecer.
La historia, abundante en ejemplos de estilos de gobierno y comportamientos de hombres de Estado, registra pocos casos en que demócratas devenidos en tiranos hayan abdicado, tomando vacaciones o, simplemente, retirándose a casa, para dar paso a una nueva democracia. El temor a ser desplazados o destruidos los lleva a crear las condiciones para decidir quiénes les van suceder en el cargo, con lo cual prologan su inmunidad y su memoria histórica. Más aún si se proponen recuperar su titularidad. Un sustituto completamente autónomo no cuadra en sus planes, pero este debe ser el tema para otra entrega.
Santo Domingo, R.D., viernes, 22 de junio de 2012.
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