viernes, 10 de diciembre de 2010

Adecuación de lenguaje

Yasir Mateo Candelier 

El lenguaje se modifica de acuerdo al tipo de público al que va dirigido. Eso lo aprendí luego de varias experiencias que he tenido a través de mi vida. En una ocasión, mi padre se dirigió a un grupo de campesinos hablándoles de un recurso de apelación. Noté que uno empezó a babear, a otro le dio mucho sueño y se cayó de la silla donde estaba sentado, un gordito miraba el horizonte con los ojos extraviados y el último allí reunido, de unos 36 años de edad, empezó a deambular, peripatético, con una sola idea en mente, la cual reveló poco después de la cátedra: “Quizás por escucharle, este hombre me dará una botella de ron.” 

En otra oportunidad, recibí una burla departe un sujeto delante de mucha gente. Todos se rieron. Cuando tuve la oportunidad de responder, lo hice de forma tan sutil que nadie me entendió y no tuve más remedio que cargar con la derrota. Si nadie entiende lo que uno dice cuando le toca hablar, es como si uno no hubiese dicho nada. 

El lenguaje también tiene que adecuarse al tipo de profesión u oficio que uno desempeñe. Mi padre, que es abogado, no tiene más remedio que enredar la cabuya casi siempre, es su trabajo. De un médico uno espera que le mencione a uno un montón de palabras ininteligibles que siembren el miedo, la angustia, el terror. 

Si un mecánico no te habla de la culata, el cigüeñal y el mofle -del inglés muffler- no se siente uno frente a un mecánico. 

Otra cosa muy distinta es ser presidente dominicano. Aquí la cosa cambia, porque aparte de enredar la cabuya hasta que no pueda enmarañarse más, hay que hacer miles de declaraciones llenas de una notable cantidad de importancia nula que adormezcan al público, generalmente dividiendo la única oración importante en diez o quince partes para poder metérselo frío al pueblo -me refiero al mensaje- con un discurso larguísimo. Una mañana se encuentra uno con que subieron los impuestos, por ejemplo, y resulta que el presidente lo dijo ayer, pero nadie se dio cuenta porque fue el juguetico más pequeño que salió de una inmensa piñata de palabras enrevesadas, tumultuosas, zigzagueantes, imposibles, trepidantes; casi todas vacías de contenido. 

El día de hoy les hablaré de mi amigo J. en dos lenguajes distintos. El primero para los que gustan de un estilo remilgado; el segundo, redactado como una especie de traducción para gente sencilla como yo. 

Primera versión 

Conocí a J. en un local dedicado al solaz del género masculino cuando recién nacía una mañana gris aquél día de noviembre en la ciudad de Madrid. Mi enjuta disponibilidad para satisfacer el interés crematístico del local a la hora de cierre, además de la amena conversación que sostuvimos J. y yo sobre lo divino y lo humano, hizo que J. me asistiera de forma desinteresada en la satisfacción de tal crédito. 

No pasó mucho tiempo desde aquella feliz coincidencia para que J. y yo nos hiciésemos amigos y empezáramos a salir cada dos o tres fines de semana. 

Pasada una temporada, J. me comentó que se estaba hastiando de agazaparse en el ruido de la noche, siendo su plan inmediato encontrar su alma gemela, alguien que le comprendiese y le amase. 

Como éramos amigos puse manos a la obra, presentándole a J. todas las amistades femeninas que tenía, así como las amistades femeninas de esas amistades femeninas con el fin de que mi amigo J. tuviese más oportunidades de conocer una potencial pareja. J. se hizo íntimo de la hermana de una amiga mía y a los pocos meses decidieron compartir hogar. Lógicamente, ya no veía a J. con regularidad, ya que estaba dedicado a las artes amatorias con su nueva ilusión en la vida. 

J. sólo acudía a mí cuando tenía desencuentros con su novia. A veces venía a dormir a casa. En otras ocasiones, degustábamos algún caldo de la variedad tempranillo. 

En una ocasión de esas en que J. tenía ideas disimiles con su novia, yo no me encontraba en España y J., al no encontrar consuelo en otro amigos, decidió ponerle fin a sus días segándose las muñecas a profundidad. Me había llamado al teléfono móvil dejando un mensaje. Me preocupé. Por un momento imaginé que ya no vería más al amigo J. También he de decir que de consuno con la impotencia de no poder aconsejarle, asomaba en mí un poco de rabia, ya que decidir hacer una visita motu proprio a la Parca debía de ser por algo más importante. Pobre tonto. 

Grande fue mi sorpresa cuando volví a Madrid y J. me enseñó los surcos que se había provocado en ambas muñecas. Eran líneas horizontales, no verticales, como deberían hacerse para lograr los fines que perseguía. Así que adiviné en J. una incompetencia evidente, origen de su desafortunada existencia. 

Segunda versión 

Conocí a J. en un puticlub de Madrid. Era un día lluvioso, horrible. No tenía dinero para pagar la cuenta, así que J. me ayudó a saldar la factura. Hablamos muchísimos disparates; bien sabía yo que esa generosidad suya no me iba a salir gratis. 

Nos hicimos amigos y salíamos cada dos o tres fines de semana. Pasado un tiempo, J me dijo que estaba cansado de emborracharse y de andar con cueros, que quería conseguirse una novia. 

Como éramos amigos, a J. le presenté todas las amigas que tenía, y también a las amigas de mis amigas, para ver si por fin encontraba a alguien que le gustara. A las pocas semanas, J. se consiguió a la hermana de una amiga mía y se mudaron juntos. Lógicamente, ya no veía a J. con regularidad, ya que estaba dedicado a eso con su novia. 

J. sólo me buscaba cuando peleaba con la novia. A veces se encojonaba tanto con ella que no quería dormir en su casa. En otras ocasiones J. se amargaba y se jartaba de ron en mi casa. 

Un día de esos en que J. casi se mata con la novia, yo no estaba en España. Me había dejado un mensaje en el teléfono. J. no encontró a nadie con quién desahogarse y por eso decidió suicidarse. Yo estaba un poco preocupado, ya que eso de quitarse la vida era un asunto serio que podría afectar su salud y no debía de hacerse por cualquier tontería. Maldito pendejo. 

Me sorprendí mucho cuando regresé a Madrid y J. me enseñó los cortes que se había hecho en ambas muñecas. Se los había hecho mal. En vez de cortarse las venas horizontalmente, lo había hecho verticalmente y su intento de suicidarse había sido un fracaso. 

Decidí dejar de ver a J. por incompetente. No hace nada bien. Por eso la vida de J. es así, mediocre. 

Madrid, Espana, viernes, 10 de diciembre de 2010.


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